Capítulo 1
Amaya Delgado había crecido como una princesa, criada con esmero y adoración. De ojos brillantes y sonrisa luminosa, cada gesto suyo irradiaba orgullo y encanto.
Nacida en una familia poderosa y amada sin reservas, nunca le había faltado nada, salvo el amor de una sola persona.
Aquel hombre, siete años mayor que ella, pertenecía a una familia estrechamente ligada a la suya desde hacía generaciones. En teoría, Amaya debía tratarlo como a un mayor.
Para ella, él era como una montaña nevada: distante, elegante, inalcanzable. A una edad temprana ya dominaba un vasto imperio empresarial. Muchas damas lo admiraban, pero ninguna lograba acercarse de verdad.
Amaya lo persiguió de todas las formas que pudo imaginar.
Lo esperaba frente al edificio de su empresa, le llevaba dulces hechos con sus propias manos, y coincidía con él en recepciones. Lo miraba fijamente, repitiendo una y otra vez: —Mauricio Ruiz, me gustas.
Pero Mauricio siempre la trató como si hubiera una capa de hielo entre ellos.
El día de su vigésimo cumpleaños, tras otro rechazo, con los ojos enrojecidos lo sujetó del borde de la camisa y preguntó: —¿Qué tengo que hacer para que me quieras?
Mauricio, mirando a esa Amaya preciosa, llorosa como una flor bajo la lluvia, guardó un largo silencio.
—Eres muy joven. No sabes distinguir entre el amor verdadero y la admiración o la dependencia hacia alguien mayor.
—Ve al extranjero por tres años. Si después de ese tiempo sigues sintiendo lo mismo por mí, estaré contigo.
Así fue como Amaya partió a un país lejano. Los días pasaron uno tras otro, y la nostalgia, junto con la expectativa, se convirtieron en su único sostén.
Cuando el tercer año estaba por terminar, una noticia cayó sobre ella como un rayo: Mauricio se había comprometido.
En medio del colapso emocional, tomó el primer vuelo de regreso. En el trayecto sufrió un accidente y perdió la memoria.
Olvidó por completo a Mauricio.
……
—Amaya, ¿de verdad no recuerdas quién es?
Siguiendo la indicación de su madre, Amaya miró la fotografía: un hombre de traje negro, de pie junto a una ventana. Su perfil, frío y perfecto, era imposible de olvidar.
Muy atractivo.
Pero ella estaba segura de no haberlo visto nunca.
Frunciendo el ceño, algo confundida, miró a sus padres: —Papá, mamá, ya me lo han preguntado como noventa y nueve veces. De verdad no me acuerdo de él. ¿Quién es? ¿Qué relación tiene conmigo? ¿Es tan importante?
La habitación quedó en silencio al instante.
Sus padres intercambiaron miradas: primero, asombradas; luego, aquel asombro se disolvió poco a poco en un júbilo incontenible, incluso en un alivio difícil de ocultar.
Amaya no entendía en absoluto aquella reacción tan extraña.
Su madre, Miranda, inhaló hondo, se sentó al borde de la cama y tomó su mano con suavidad, temerosa de asustarla: —Él es Mauricio.
Amaya repitió el nombre: —¿Mauricio?
Su padre, Cristian Delgado, soltó un largo suspiro y le relató todos los acontecimientos entre ella y Mauricio.
Pero cuando Amaya terminó de escuchar, en su rostro no apareció nada más que desconcierto, y una ligera tristeza empática.
Cristian, por fin, no pudo contenerse y le preguntó al médico tratante: —¿Qué significa exactamente lo que le está pasando a Amaya?
El médico se ajustó las gafas y explicó: —En medicina, esto se llama amnesia selectiva: el paciente bloquea de forma activa recuerdos relacionados con personas o eventos que le generan dolor.
—¿Entonces cuándo podrá recordarlo? —Preguntó Miranda con ansiedad.
El médico eligió sus palabras con cuidado: —Con tratamiento, podría recuperar la memoria en meses, o en años. Sin él, es posible que nunca lo haga.
¿Nunca volver a recordar?
Los padres intercambiaron otra mirada. Junto a la preocupación, en sus ojos apareció una esperanza tenue, casi imperceptible.
Estaban a punto de preguntarle a Amaya qué opinaba, cuando ella habló primero:
—No quiero tratarme.
Los padres y el médico la miraron al mismo tiempo.
Amaya miró la luz del sol filtrarse por la ventana. Las pestañas proyectaban una sombra tenue sobre su rostro: —Él va a casarse. Yo ya lo olvidé. Tal vez esta sea una oportunidad que Dios me da para empezar de nuevo.
Luego giró la cabeza hacia sus padres y sonrió. Era una sonrisa frágil, aún marcada por la enfermedad, pero ligera, como si por fin se hubiera liberado: —Además, por lo que me dijeron, antes era demasiado obstinada. Me agoté persiguiendo a alguien que no me quería. Quizá, por eso Dios me permitió olvidar.
Los ojos de Miranda se humedecieron. Abrazó a Amaya con fuerza: —Mi niña, me alegra tanto que puedas verlo así.
Cristian suspiró y le dio una palmada suave en el hombro: —Tienes razón. Eres nuestra princesa: hermosa, de buena familia, y nunca te han faltado pretendientes. Mauricio podrá ser capaz y atractivo, pero no es para ti. Es frío, distante, y no supo valorarte. Olvidarlo es lo mejor.
Siguieron diciéndole muchas palabras de consuelo y ánimo.
Al final, ante la firme postura de Amaya, todos llegaron a una decisión unánime.
¡No habría tratamiento!
Que siguiera olvidando a Mauricio; que volviera a ser la princesa alegre y despreocupada que era antes de conocerlo.
Y, en efecto, la Amaya sin recuerdos volvió a ser aquella chica luminosa y feliz.
Sus heridas sanaron rápido, y pocos días después salió del hospital casi dando saltitos.
Tras completar el papeleo, Amaya, con el ramo que le habían regalado sus amigas, caminó ligera hacia la salida del hospital.
Al cruzar el vestíbulo, vio una figura alta y de porte impecable. Solo un perfil de espaldas, pero su corazón, de manera instintiva, se contrajo con un dolor fugaz.
Como si lo hubiera percibido, el hombre se volvió.
Amaya contuvo el aliento.
Era él.
El hombre de la fotografía, Mauricio.