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Capítulo 3

Amaya negó con la cabeza: —No, solo me siento un poco mal, nada más. No tiene nada que ver con Mauricio. —¿Nada que ver? —Paola soltó una risa breve y se giró para mirarla de frente, con los ojos afilados. —Deja esas fantasías. Mauricio y yo pasamos por mucho para estar juntos. Nadie va a separarnos. Eres joven, bonita y de buena familia, ¿por qué aferrarte a un hombre que no te quiere? Para los demás, tus entregas no fueron más que un chiste. Cada palabra fue una herida. Un frío ardiente le subió al pecho a Amaya. Sostuvo su mirada y respondió con voz helada: —Recibí tu advertencia. Pero te lo digo por última vez: no siento nada por Mauricio. Su vida no tiene nada que ver conmigo. Dicho esto, se dio la vuelta para marcharse. En ese instante, las luces del restaurante se apagaron de golpe. Todo quedó sumido en la oscuridad. —¿Qué pasó? ¿Se fue la luz? —¿Dónde están los meseros? ¿Qué ocurre? La oscuridad repentina desató el caos: gritos, sillas chocando, el sonido de pasos atropellados resonando en todas direcciones. El cuerpo de Amaya se tensó al instante. El miedo la envolvió como una ola helada. Ella le temía a la oscuridad. Le temía de verdad. En medio del desorden, oyó la voz urgente de Mauricio abriéndose paso entre la multitud: —¡Paola! Su corazón se encogió al instante. Según le contaron sus padres, la primera vez que conoció a Mauricio fue durante una recepción en la que se fue la luz. Ella se asustó, y fue él quien la protegió entre sus brazos. Y en ese momento, se había enamorado de él sin remedio. Aunque ese recuerdo ya no existía, su cuerpo parecía conservarlo. Cuando el miedo la envolvió, su instinto buscó a Mauricio, como si esa memoria siguiera grabada en la piel. Los pasos se acercaron con rapidez. Mauricio ya había encontrado a Paola y estaba a punto de sacarla de allí. Al pasar junto a Amaya, no hubo tiempo para pensar. Su cuerpo reaccionó solo. Ella alargó la mano y sujetó la esquina de la camisa de Mauricio. —Mauricio, no te vayas. Tengo miedo. —Su voz temblaba, al borde del llanto, como la súplica de alguien aferrándose a su único salvavidas. En la oscuridad no pudo ver la expresión de Mauricio. Solo percibió su silencio. Luego sintió otra cosa: Sus dedos separando uno por uno los de ella, deshaciendo su agarre. —Amaya, ya no eres una niña. Tienes que superar tu miedo a la oscuridad por ti misma. Dicho esto, apartó su mano sin piedad y protegió a Paola mientras avanzaban hacia la salida de emergencia, sin la menor vacilación. La mano de Amaya quedó suspendida en el aire, vacía. El terror volvió a estrellarse contra ella como una ola gigantesca. Había perdido su último apoyo. Como una cría abandonada, la multitud la arrastró de un lado a otro hasta que alguien la golpeó y cayó al suelo. El dolor le estalló en el codo y en las rodillas; enseguida sintió pisadas sobre su mano, su pierna, su espalda... El dolor la hizo encogerse, pero no pudo emitir un solo sonido. Solo apretó los dientes hasta sentir el sabor metálico de la sangre. No sabía cuánto tiempo pasó. Cuando la gente empezó a dispersarse, el personal encendió las luces de emergencia. Amaya soportó el dolor que le atravesaba todo el cuerpo y logró incorporarse del suelo. Su ropa estaba desordenada, cubierta de huellas de zapatos; su piel, llena de moretones y raspones. Era una imagen lamentable. Apretando los dientes, avanzó paso a paso hacia la salida del restaurante. La desgracia nunca llega sola: afuera llovía a cántaros. Su celular había quedado destrozado bajo las pisadas; no podía contactar a su familia y, con la lluvia cayendo a cántaros, tampoco había taxis disponibles. Al final, no le quedó más opción que internarse sola bajo la cortina helada de agua. La lluvia le golpeaba el cuerpo, se filtraba por sus heridas y le arrebataba el último rastro de calor. No sabía cuánto tiempo caminó. Solo sentía la cabeza cada vez más mareada y el cuerpo más pesado. Cuando por fin llegó a la Casa Delgado, exhausta hasta el límite, el mayordomo y las empleadas domésticas se estremecieron al verla en ese estado. Intentó decir algo, pero su visión se volvió negra y cayó desmayada en la entrada. …… Cuando despertó, yacía sobre una cama suave y tibia. Miranda, que estaba a su lado, se inclinó de inmediato hacia ella: —¿Cómo terminaste así? ¡La fiebre te subió casi a cuarenta grados! Tu abuelo vino justo a verte y quedó espantado al verte en ese estado. Amaya volvió la cabeza con debilidad. Además de sus padres, un anciano de cabello canoso estaba sentado junto a la cama. —Abuelo. La voz del abuelo estaba cargada de angustia: —Ay, dime, ¿quién te hizo esto? ¿Cómo terminaste llena de moretones y empapada bajo la lluvia? ¿Acaso...? Amaya no quería preocuparlo: —Estoy bien. Solo me caí sin querer. Era evidente que el abuelo no le creía, pero al ver que ella no deseaba hablar, no insistió. Suspiró y cambió de tema: —Tu padre y tu madre me dijeron que ya no te interesa Mauricio, ¿es verdad? Amaya asintió: —Sí. Ya no me interesa. El rostro del abuelo se iluminó con alivio: —¡Así está bien! ¿Qué le ves a ese muchacho tan frío? No te merece. Hizo una pausa; sus ojos se iluminaron: —Ahora que ya estás mejor, quiero hablarte del compromiso que acordé hace tiempo, con el nieto de un viejo amigo. ¿Te acuerdas? Amaya parpadeó, confundida. ¿Promesa de matrimonio? El abuelo continuó, cada vez más animado: —Se llama Sergio Peña. Tiene tu edad, buen carácter, gran capacidad y muy buena presencia. Hace unos días le mostré tu foto y aceptó el compromiso. ¿Te gustaría conocerlo? Las palabras del abuelo resonaron en su mente, provocándole un leve desorden interno. Había olvidado lo que era amar a Mauricio, pero su cuerpo y su corazón parecían conservar algo de él. Verlo le dolía; en el miedo, su instinto lo buscaba. Era algo involuntario, fuera de su control, y la inquietaba profundamente. Pero Mauricio ya tenía a Paola, y ellos se amaban de verdad. Ella no quería, ni debía interferir. Tampoco deseaba seguir atrapada en ese dolor absurdo que ni siquiera lograba comprender del todo. Quizá empezar una nueva relación fuera realmente una buena opción. Podría ayudarla a cerrar por completo el pasado, y darle tranquilidad a su familia. Con ese pensamiento, Amaya miró a su abuelo y a sus padres, que la observaban entre expectativa y preocupación, y asintió: —Estoy dispuesta.

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