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Capítulo 3

Patricia tenía la mente llena de pensamientos, pero no dijo nada, solo se quedó sentada en silencio. Alejandro, por su parte, seguía tratándola como siempre, colmándola de atenciones. Le puso la chaqueta, le dio fruta y limpió la leche de sus labios; luego, con una sonrisa, la besó. Patricia cerró los ojos, pero ya no sentía aquella emoción del principio. Al levantar la vista, vio a Irene observándolos con la mirada sombría. En ese instante supo que Alejandro había conseguido su propósito de provocar a Irene. Sin embargo, toda esa aparente ternura se desvaneció en el momento en que Irene se desplomó sobre el sofá. Todos se alarmaron: —¡Irene! ¿Qué te pasa? —Creo que me duele el estómago, tráiganme alguna medicina. El rostro de Alejandro cambió de inmediato; sin poder evitarlo, se levantó de golpe. Al ver la copa de licor en la mesa de Irene, su expresión se endureció aún más, dejando ver una profunda preocupación. —¿No sabes que te duele el estómago? ¿Cómo puedes beber? Te llevo al hospital ya. Dicho esto, la tomó en brazos y, sin mirar atrás, se fue rápidamente. En ningún momento se preocupó por Patricia. Patricia cerró los ojos, consciente de que aquella función había terminado. Se obligó a levantarse y también se marchó. Durante los días siguientes, Patricia permaneció en casa recuperándose y, de paso, empezó a poner en orden sus cosas. Las joyas que le regaló Alejandro, las fotos juntos, la ropa que le compró... Excepto por lo imprescindible, tiró todo lo demás, sin conservar ni una sola cosa. Al ver cómo la habitación iba quedando vacía poco a poco, Patricia sintió de repente que los recuerdos del pasado volvían a su mente. Alejandro abrazándola mientras veían una película, los dos armando legos juntos, plantando flores en el jardín... Había soñado muchas veces con que aquella vida duraría para siempre, que no tendría fin. Pero ahora entendía que era hora de despertar de ese sueño. Estaba sumida en sus pensamientos cuando escuchó el sonido de un carro en el patio. Patricia levantó la cabeza y vio a Alejandro regresar con Irene. Él seguía con el mismo gesto sereno, mientras Irene sonreía y hablaba sin parar. Entraron juntos al salón y, al ver la casa casi vacía, Alejandro frunció ligeramente el ceño. —¿Por qué faltan tantas cosas en la casa? —He estado tirando algunas cosas que ya no usaba. Respondió Patricia, bajando la mirada y buscando una excusa cualquiera. Alejandro no le dio mayor importancia, la miró brevemente y volvió a centrar su atención en Irene. —Irene no se siente bien y, además, ha tenido un problema en su casa, así que se quedará aquí unos días. Patricia asintió: —Está bien. Alejandro era el dueño, ella solo podía asentir. En realidad, él no tenía por qué darle explicaciones. Al notar la actitud extraña de Patricia, Alejandro frunció de nuevo el ceño, como si intuyera algo raro, pero antes de que pudiera preguntar, Irene desvió la conversación. —Alejandro, ¿puedo quedarme en la habitación del sur? Soy alérgica al polen, ¿puedes quitar las flores del balcón? Tampoco me gustan las alfombras, ¿pueden quitarlas? Alejandro dio órdenes al mayordomo para que hiciera todo tal como Irene lo pedía. Irene curvó los labios y, mirando de reojo a Patricia, dejó ver sin pudor su actitud de triunfo. Patricia observó cómo el personal retiraba alfombras y macetas, cómo el dormitorio principal se reorganizaba, y sintió que la casa se volvía cada vez más extraña. Tras el dolor, le invadió cierta sensación de alivio. Se dijo a sí misma que, de todos modos, ya se marcharía pronto, así que nada de eso tenía importancia. Con ese pensamiento, bajó la cabeza y, en silencio, subió sola a su habitación.

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