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Capítulo 9

María, acurrucada en brazos de Bruno, murmuró: —¿No pasará nada, verdad? Bruno soltó una risa fría: —Ella misma trajo a esos hombres. ¿Qué podría pasarle? Se detuvo un segundo, giró ligeramente la cabeza para escuchar, pero al no oír ningún grito desde la habitación, se tranquilizó y se fue con ella. Lo que no sabía era que Alicia ya no gritaba, porque esa capacidad se le había extinguido hacía años. En la Universidad de San Eusebio la entrenaron a callar, sin importar cuántos la ultrajaran. Los indigentes la rodeaban, arrancándole la ropa, arrastrándola al abismo de la humillación. Su cuerpo, como una muñeca rota, era utilizado sin piedad. Sus dedos se aferraban a las sábanas, las uñas hundidas en la carne, los nudillos blancos, pero ni un quejido salió de su boca. En su mente, una frase resonaba con fuerza: —Ella misma trajo a esos hombres. ¿Qué podría pasarle? Como un puño apretando su corazón hasta quitarle el aire. Fue una noche entera de abuso inhumano. Su cuerpo terminó desgarrado, las sábanas empapadas de sangre. Sus ojos, fijos en el techo, vacíos, mientras desconocidos la usaban sin descanso. Al amanecer, aquellos hombres, satisfechos, se levantaron, se subieron los pantalones y abandonaron la habitación. Alicia quedó hecha un ovillo en el suelo, herida, como una muñeca sucia. No sabía cuánto tiempo pasó hasta que, tambaleándose, logró salir de la habitación. Apenas puso un pie en el pasillo, escuchó los murmullos horrorizados: —¿Qué le ha pasado? ¡Está desnuda! —¡Dios mío! ¡Parece que hasta los intestinos se le han salido! Alicia seguía caminando, ajena a todo, como si el mundo ya no le perteneciera. Hasta que de repente apareció en su móvil una notificación recordándole que debía embarcar pronto. Hoy era el día. El vuelo que había reservado con tanto esfuerzo, estuvo tan cerca. Ella quería vivir, incluso en la Universidad de San Eusebio, nunca perdió la esperanza. Pero ahora su cuerpo y su alma habían sido completamente destruidos. Miró esa notificación, y por fin las lágrimas le brotaron. No podía irse, ya no. El hombre al que más amó, Bruno, la había arrojado al infierno una y otra vez con sus propias manos. En ese momento, su móvil sonó, era Bruno. Apenas contestó, lo primero que oyó fue un grito furioso: —¿Te volviste loca o qué? ¡Una noche entera sin volver! ¿Tan adicta te volviste? ¡Tú trajiste a esos tipos, sabías perfectamente a lo que ibas! Alicia miró las heridas de su cuerpo, todo en su interior se había vuelto desierto. ¿A lo que iba? Justo cuando por fin iba a empezar una nueva vida, había sido arrastrada nuevamente a la peor de las pesadillas. Todo volvía, las imágenes de dolor, de horror, de esa maldita escuela, y ahora esto. Ya no quedaba nada. Bruno siguió: —¡Basta de escándalos! Hoy es mi boda con María. ¡Tienes que venir! Quiero que lo veas con tus propios ojos, para que entiendas que entre tú y yo nunca hubo nada. ¡Solo así dejarás de molestar! Entonces, Alicia por fin habló. Su voz era ronca y serena: —Está bien, haré que me veas con tus propios ojos. Colgó el teléfono, presionó el botón del ascensor y subió a la azotea del hotel. Bruno, tras colgar, sintió de pronto una inquietud inexplicable. Estaba a punto de llamarla de nuevo cuando el coche nupcial llegó justo a la entrada del hotel. Y entonces, un estruendo. Una silueta cayó desde lo alto y se estrelló justo frente al coche. A su alrededor estallaron gritos de pánico, mientras él alzaba lentamente la vista, con las pupilas contrayéndose bruscamente. A través del parabrisas destrozado, vio el rostro de Alicia. Cubierta de sangre, con los ojos abiertos.

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