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Capítulo 7

—¡Andrés! —Lorena, presa del pánico, le tocó la espalda con voz temblorosa. —¿Te duele mucho? ¡Vamos al hospital ya! Él frunció el ceño por el dolor, el sudor le cubría la frente, pero trató de calmarla: —No es nada, solo un rasguño. Por fin saliste, no voy a arruinarte el día. —¡No! ¡Tenemos que ir al hospital! —Insistió Lorena. Diana los miró, unidos por el miedo y la ternura, sintiendo solo una amarga ironía. No pudo quedarse un segundo más; se puso de pie para irse. Pero Andrés la sujetó del brazo con fuerza, su tono cargado de reproche: —¿A dónde vas? Diana trató de zafarse, y con una sonrisa de burla respondió: —A casa. ¿Vienes conmigo? Andrés guardó silencio; aflojó un poco la presión de su mano y, tras un largo momento, murmuró con rigidez: —Vete. Diana esbozó una sonrisa amarga y se marchó sin mirar atrás. Uno de los del grupo intentó aliviar la tensión: —Andrés, seguro Diana está celosa, ¡ve a calmarla! Andrés miró hacia la puerta, con el ceño fruncido, pero al final solo respondió con frialdad: —Déjenla, ya se le pasará sola. Diana regresó sola al departamento. Para su sorpresa, esa noche ni Andrés ni Héctor aparecieron. Por fin tenía un raro momento de paz, una noche sin interrupciones, y aun así no logró dormir. Hasta que, avanzada la madrugada, el celular sonó con un timbre agudo: era Andrés. —¡Ven ahora mismo al Hospital Central! —Su voz era urgente y helada; no le dio tiempo de responder antes de colgar. Diana dudó un instante, sin saber qué ocurría, pero al final decidió ir. Al llegar a urgencias, Andrés la sujetó con fuerza: —¡Lorena tuvo un accidente! ¡Está perdiendo sangre! Es RH negativo, como tú. ¡Dona ya! Diana se quedó paralizada, mirándolo con incredulidad: —¿Me llamaste, para que le dé mi sangre? —¿Y qué otra cosa? ¿Quieres que muera? ¡Muévete! —Andrés no le dio opción; la arrastró casi a la fuerza hacia la sala de extracción. —¡No! ¡Suéltame! —Diana forcejeó, dominada por el miedo y la rabia. Pero su resistencia fue inútil ante la fuerza de Andrés. La obligaron a sentarse en la silla de extracción; la aguja penetró su vena. La enfermera miró la bolsa y, preocupada, intervino: —Señor, ya se extrajeron mil centímetros cúbicos. No puede continuar, es peligroso para la donante. Andrés miró hacia el quirófano con los ojos fríos y obstinados: —No. Lorena tiene problemas de coagulación. Sáquele más, que sobre. La sangre siguió fluyendo por el tubo helado. Diana comenzó a marearse, el cuerpo le temblaba, el frío la invadía; finalmente, todo se volvió negro. Cuando volvió en sí, estaba acostada en una cama, con un suero en la mano. Andrés estaba sentado junto a ella. Apenas abrió los ojos, lo primero que oyó fue una acusación helada: —No pensé que pudieras ser tan cruel. Tocaste los frenos del auto de Lorena. ¿La odias tanto que querías matarla? Diana lo miró atónita: —¡Yo no hice eso! ¿Cuándo toqué su carro? Andrés no le creyó; su mirada era tan afilada como un cuchillo: —¡Lorena lo dijo! Tú te acercaste a su carro con una excusa. Las pruebas son claras, no lo niegues. En ese instante, Diana lo comprendió todo: otra trampa más, una farsa montada por Lorena. Y él, sin dudarlo, volvió a creerle. Abrió la boca, pero ya no encontró palabras. Cualquier explicación era inútil. Él ya la había condenado.

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