Capítulo 5
Al regresar del viaje de negocios, Héctor notó que algo había cambiado en la casa.
Pero como a Julieta siempre le gustaba reorganizar la decoración, no le dio importancia y le entregó un regalo.
—Mi trabajo se detuvo unos días; puedo sacar tres para estar contigo. ¿A dónde quieres ir? Te vendría bien distraerte un poco.
Julieta se quedó atónita.
En todos esos años, él jamás se había ofrecido a acompañarla.
Tantas veces ella había preparado itinerarios de viaje, solo para que él los cancelara alegando compromisos de trabajo.
Estuvo a punto de negarse, pero en su mente aparecieron aquellos planes en los que ella había puesto tanto empeño.
Esa era la muestra de una inconformidad que la acompañó durante cinco largos años.
Tras un breve silencio, dijo:
—Vamos en carro a la playa. Me gusta la arena.
Era su forma de darle una despedida digna a ese matrimonio desastroso.
Abrió el paquete y sacó un chal de cachemira.
Aunque el color no coincidía con su gusto, se lo puso para no despreciar el gesto.
Héctor, siguiendo su petición, tomó un coupé y emprendió el viaje. A mitad de camino, el tono especial de su celular sonó.
[Héctor, me torcí el pie. Me duele mucho.]
De inmediato él llamó a Isabela y, mientras hablaba, cambió la ruta en el navegador.
Curiosa, buscó en internet el nombre de la aplicación, era una app para parejas.
A estas alturas, ¿importaba si su relación con Isabela había cruzado o no la línea física?
La cabeza de Julieta empezó a latirle. Bajó la ventanilla para que el viento disipara la furia que se le acumulaba.
—Héctor, no te pido nada. Fuiste tú quien quiso viajar conmigo, así que deberías cumplirlo.
—Si damos la vuelta, serán dos horas de regreso. ¿Quieres que pase toda la mañana en el carro? No lo resistiré. Busca a alguien más para que...
—No confío en que otro se encargue. —Interrumpió él con calma.
Julieta se quedó sin palabras, los ojos ardiéndole.
Un simple esguince, y él decía no confiar en nadie más.
¿Y las fiebres que soportó sola? ¿Y el miedo, la hemorragia en la autopista? ¿Eso no contaba?
¿Que ella tenía la vida dura y podía soportarlo todo sin que nadie se preocupara?
—Héctor, perdón, otra vez dándote molestias.
Héctor recogió a Isabela y la ayudó a subir al carro.
Julieta, sin querer, se quedó petrificada.
Isabela llevaba un chal idéntico al suyo, pero en un color mucho más de su gusto.
—Héctor, ¿quién eligió mi chal?
Preguntó Julieta.
Isabela sonrió: —¿No te gusta tu pañuelo? Solo quedaban dos. Pensé que, como eres mayor, te gustaría un tono más sobrio, así que escogí el que se veía más juvenil.
Con expresión de disculpa, añadió: —Lo siento, podemos intercambiarlos si quieres.
Julieta no le contestó; su mirada ardía fija en Héctor:
—¿Me diste lo que sobró? ¿Soy un basurero?
Arrancó el chal de sus hombros y lo lanzó por la ventanilla.
Isabela se encogió, muda de susto. Héctor le dio una palmada suave en el hombro: —Tranquila.
Luego, ya al volante, dijo con frialdad: —Es solo un color. Si exageras así todos los días, no me extraña que vivas infeliz.
Tras un largo silencio, Julieta soltó una risa irónica:
—Vaya, así que sí ves que soy infeliz.
Sabía que ella no se sentía bien, pero jamás le dolió.
El carro cambió de rumbo hacia el hospital.
Cuando Isabela salió tras ponerse una pomada, toda la mañana se había esfumado y el viaje planeado seguía en el punto de partida.
—Almorcemos primero. Isabela tiene hambre, y tú también, seguramente. —Dijo Héctor a Julieta. Luego miró hacia el asiento trasero, donde estaba Isabela. —¿Prefieres comida mexicana o argentina?
Ella sonrió con una dulzura estudiada: —¿Cómo recuerdas que me gustan esas dos cocinas? ¡Qué memoria la tuya!
Héctor esbozó una ligera sonrisa:
—Si uno pone atención, no es difícil.
Esa sonrisa fue como una daga curva que se clavó en el corazón de Julieta.
Isabela siguió el juego: —¿Y mi bebida favorita?
—Jugo de naranja natural.
—¿Mi fruta preferida?
—Durian.
—¿Y la forma en que más me gustan las costillas?
—Braseadas.
—¿Y qué le gusta comer a Julieta?
Héctor, que hasta entonces había respondido sin dudar, se quedó mudo.
Espetó Julieta, helada: —Si quieren coquetear, vayan a un hotel a revolcarse. Dejen de darme asco en mi carro.
Héctor frunció el ceño.
—¿Solo piensas en cosas sucias? Isabela es como mi hermana.
Isabela enrojeció: —Julieta, perdón por el malentendido. No diré más. Héctor, déjame en la carretera, no tengo tanta hambre.
Héctor le dirigió a Julieta una mirada de reproche y zanjó:
—Es hora de almorzar. Iremos los tres.
Julieta cruzó los brazos:
—Perfecto. Quiero comida francesa.
Esta vez Héctor no objetó.
Condujo hasta un restaurante francés. Sin embargo, al llegar, no se bajó del carro.
—Isabela no está acostumbrada a la comida francesa y, con el pie torcido, necesita ayuda. Iré a comer con ella y luego vuelvo por ti.