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Capítulo 10

Pasaron unos días más y yo seguía estando embarazada de tres meses. No, absolutamente nada había cambiado y todavía me sentía como la mi*rda. Después de terminar mi semana trabajando detrás del bar, llegó el fin de semana y de alguna manera logré reportarme enferma. Cristian no se involucró más en mis asuntos y Lucas tampoco. Al principio, se sorprendió un poco al verme trabajando en la cocina, pero luego no me prestó mucha atención. Sabía que tenía que volver a trabajar esa noche y sabía que era momento de regresar a bailar otra vez. Sin embargo, ya no quería seguir haciéndolo, al menos no con un bebé en mi vientre. Después de buscar diferentes ofertas de trabajo, no tardé en darme cuenta de que nadie aceptaba a alguien que había dejado la universidad. Mis manos agarraron el folleto de la clínica de ab*rto y lo apretaron con fuerza. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? La acción más racional habría sido apegarme a mi plan original y ab*rtar al bebé lo más pronto posible. Sí, quería tener algo propio, pero también quería darle a mi hijo la vida que merecía. La adopción estaba fuera de discusión porque me conocía bien a mí misma. Sabía que me encariñaría demasiado rápido y que nunca podría entregar a mi bebé a otras personas. Quedarme con mi hijo era una opción para lo que no tenía posibilidades incluso si quisiera. Miré el número de contacto en la parte inferior del folleto y lo marqué en mi celular. Cuando alguien realmente contestó, me arrepentí de inmediato. Pensaba que obtener una solicitud de ab*rto aprobada sería sencillo y que luego todo se haría rápido, pero no fue así. Para mi mala suerte, no estaba lista para todas las preguntas que me hicieron, incluida la pregunta sobre por qué quería ab*rtar. «¿En qué estaba pensando?». Luego de escuchar mis respuestas inseguras, la enfermera programó una cita para el día siguiente para que pudiéramos hablar sobre ello y así obtener una explicación. Las palabras «hablar sobre ello» me asustaron. No quería hablar sobre nada porque sabía que, mientras más tiempo dejara pasar, más rápido me arrepentiría de mi decisión. No era que no quería ser madre, porque lo deseaba, pero cuál era el punto de estar embarazada cuando en realidad no podía disfrutar de mi embarazo. Para empeorar las cosas, el internet se convirtió en mi mejor amigo. Busqué los diferentes procesos de ab*rto e incluso miré algunos videos, como si leer sobre ello no fuera lo suficientemente doloroso. Solo pensar en esa idea me hizo correr al baño para vomitar, lo que hice por cuarta vez ese día. No se trataba de un síntoma de mi embarazo, sino de un vómito causado por la combinación de mis nervios y mi disgusto. Solo quería realizar eso lo más pronto posible para poder seguir con mi vida y no tener que volver a tomar la misma decisión nunca más. Mirando el lado positivo, ninguna de las otras chicas me hizo preguntas, pues Esperanza y Laura eran las únicas amigas que tenía. Vaya, ser una solitaria tenía sus ventajas. No conté nada de la verdad por el grupo de chat que teníamos entre Laura, Esperanza y yo. Ellas eran mis verdaderas mejores amigas y, por lo general, se suponía que una debía confiar en sus amigas. Sin embargo, contarles que estaba embarazada de mi jefe sonaba mal, sin importar el ángulo por el que lo analizara. Cuando escuché un golpe tocando mi puerta, casi salté del espanto. Me pregunté de quién podría tratarse. —¿Quién es? —llamé a la puerta, esperando que nadie respondiera porque la verdad no esperaba a nadie. —Soy yo, Lucas —respondió entonces una voz. «Mi*rda, ¿por qué vendría ahora?» —¡Un segundo! —grité y corrí alrededor de la casa para poder limpiar lo más rápido posible. El instinto me llevó a esconder el folleto de la clínica primero que nada. Luego encendí la televisión y tiré una manta sobre el sofá para que pareciera que en realidad estaba haciendo algo. Después de recorrer rápidamente la casa, caminé hacia la puerta para abrirla. —Te reportaste enferma —fue todo lo que dijo Lucas antes de entrar sin invitación y mirar alrededor. Tenía dos bolsas en las manos, lo que me hizo preocuparme porque parecía que no se iría tan pronto. —En realidad escuché que estuviste enferma toda la semana y me preocupé —me dijo y dejó las bolsas de plástico en la encimera de la cocina. Aunque era mi jefe, su presencia en mi casa no era una sorpresa porque ya lo había hecho antes y, en esos seis meses que lo conocía, se había convertido en una figura paterna para mí. Lo único malo de este momento era que la razón por la que estaba enferma se debía a que llevaba a su nieto en mi vientre. —Luces terrible. Le pedí a mis hijos que te cuidaran y mira cómo te tienen. Pareces un ángel de la muerte, pero no te preocupes. Tengo la receta de la mejor sopa para curar las fiebres —comentó señalando las bolsas. Lucas siempre había intentado ser amable, pero elegir mal sus palabras era por desgracia una maldición de la familia Escobar que no había pasado desapercibida ni para él mismo ni para sus hijos. Me recosté en el sofá y me cubrí con las mantas. Lucas era un hombre de palabra y un hueso duro de roer, así que decirle que estaba bien y pedirle que se fuera no sería solo extremadamente irrespetuoso, sino que también sería una pérdida de tiempo. —Bien, haz lo que tengas que hacer —respondí. Poco después, se mantuvo ocupado cortando los ingredientes y haciéndome una pregunta tras otra sobre cuándo me había enfermado, cómo me había enfermado y si ya había ido al doctor. —Es solo una fiebre. Pronto terminará —le aseguré, pero él no aceptaba un no como respuesta. A veces, me parecía divertida la manera en la que mi cerebro funcionaba. Una de las razones por las que no quería traer a este bebé al mundo se debía a que tenía miedo de Cristian y de los negocios en los que estaba involucrado. Aun así, tenía al real jefe, al jefe de la mafia, preparándome una sopa en mi cocina. Para mí, Lucas no era aterrador. No era tonta y conocía bien su reputación, pero no tenía razón para temerle. Si acaso, lo admiraba. Entonces, ¿por qué su hijo me asustaba tanto? —Ven y acompáñame a la mesa. Tenemos que hablar —me dijo Lucas. Sentí miedo por nuestra «charla», pero me había preparado comida después de todo. Lo mínimo que podía hacer era obedecerlo, así que envolví la manta alrededor de mi cuerpo y caminé hacia la cocina para sentarme en el lado opuesto al de él.

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