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Capítulo 7

Bernardo entendió de inmediato y le gritó al guardaespaldas: —¡¿Oíste bien?! ¡Primero dale treinta latigazos! ¡Luego haz que se arrodille frente al panteón familiar! ¡Y no se le permite levantarse sin mi autorización! —¡Suéltame! ¡Bernardo! ¡Tú no eres mi padre! ¡Eres un maldito imbécil! —Viviana se retorcía con todas sus fuerzas, pero el guardaespaldas la sujetaba con firmeza. La arrastraron sin piedad hacia la sala lateral. Antonia sostenía aquel látigo de cuero grueso, con una expresión de placer cruel dibujada en el rostro: —¡Zorra! ¡Eres tan desagradecida como tu madre muerta! ¡Hoy voy a disciplinarte como debió hacerlo tu padre! —Antonia levantó el látigo y lo descargó con violencia sobre la espalda de Viviana. ¡Se escuchó un fuerte "¡Zas!"! El dolor desgarrador de la piel al partirse llegó en el acto. Viviana sintió que todo se oscurecía y apretó los labios para no gritar. Uno, dos, tres latigazos... Antonia parecía desahogar el rencor acumulado durante años. Cada golpe era despiadado, como si quisiera arrancarle una a una la carne de los huesos. Viviana convulsionaba de dolor. El sudor frío le empapaba la ropa y su conciencia comenzaba a desvanecerse poco a poco. De pronto recordó cómo, en el pasado, Gustavo intuía la mala relación entre ella y su madrastra, y con el ceño fruncido le había preguntado: —¿Quieres que te ayude a lidiar con eso? Recordó también aquella vez que, sintiéndose mal, se escapó de noche al cementerio de su madre. Él, no se sabía cómo, la encontró, la cubrió con su abrigo bajo la lluvia y la llevó en silencio de regreso a casa. Recordó con nostalgia esos momentos que alguna vez interpretó como gestos de preocupación... "¿Acaso alguna vez, en aquel entonces, imaginó que sería él quien me empujaría a una escena tan desgarradora?" —Cof... —Sintió un sabor metálico en la garganta y escupió sangre. Pero entonces soltó una risa baja. Antonia se estremeció ante su risa y, aún más enfurecida, gritó encolerizada: —¡¿De qué te ríes, maldita?! Viviana alzó la cara cubierta de sudor y sangre, con la mirada tan feroz como la de un lobo, y le gritó con rabia: —¡Me río de ustedes... madre e hija! ¡Que toda la vida no han sido más que... las que recogen la basura que otros desechan! —¡Tú...! —Antonia temblaba de furia. Arrojó el látigo al suelo y le gritó a la sirvienta que estaba cerca: —¡Tú! ¡Ve y tráeme la porra eléctrica! —¡Señora Antonia! ¡No puede hacer eso! ¡La señorita Viviana podría morir! —Una sirvienta anciana asustada no pudo evitar intervenir para detenerla. —¡Lárgate! ¡¿Quién te dio permiso para hablar?! —Antonia empujó con fuerza a la sirvienta, le arrebató la porra eléctrica que el guardaespaldas le ofrecía, y la descargó brutalmente sobre el cuerpo destrozado de Viviana. —¡Ah...! Una descarga eléctrica violenta, mezclada con el impacto, recorrió todo su cuerpo. Viviana escuchó con claridad el crujido seco de una costilla al romperse. Escupió un chorro de sangre, y su visión se sumió por completo en la oscuridad. ... Cuando Viviana recuperó la conciencia, descubrió que estaba acostada en la cama de su habitación. Todo su cuerpo le dolía como si la hubieran triturado. La sirvienta, Elisa, le estaba aplicando ungüentos a escondidas, mientras lloraba en silencio y la consolaba en voz baja: —Señorita Viviana... Por favor, hágale caso al señor Bernardo... No vale la pena sufrir así... Viviana negó con debilidad, la voz ronca y apagada: —¿Rendirme?... En esta casa, si me rindo, solo lograré que me destruyan por completo. Pausó un momento y forzó una sonrisa, más amarga que el llanto: —Solo fue una paliza... Yo también golpeé a Olivia... No fue pérdida. No te afanes, puedo soportarlo. Dicho esto, con esfuerzo metió la mano bajo la almohada y sacó una tarjeta bancaria, poniéndola en la mano de Elisa: —Elisa... Toma esto... Elisa se sobresaltó y de inmediato quiso devolvérsela: —¡Señorita Viviana! ¡No! ¡No puedo aceptar su dinero! —Tómalo. —dijo Viviana con tono firme. —Esto... Lo preparé hace tiempo. —Me voy del país... Y probablemente... No volveré. —Tú trabajaste con mi madre desde que estaba en la familia de origen... Aquí ya no te tratarán bien... Este dinero... será suficiente para que vivas tranquila el resto de tus días. —Hazme caso... Renuncia... Y vete lejos de aquí. Elisa miró la delgada tarjeta entre sus dedos, luego miró a Viviana herida, débil, pero aún pensando en ella, y no pudo contener las lágrimas. Cayó de rodillas, llorando desconsolada. Viviana la detuvo con esfuerzo, su voz débil pero con un dejo de ternura: —Elisa... Tengo antojo... de tu sopa de costillas... —¡Sí, sí! ¡Ahora mismo se la preparo! —Elisa se secó las lágrimas y se apresuró a salir hacia la cocina. La habitación volvió a quedar en silencio. Viviana miró el techo lujosamente decorado, pero tan frío como su destrozado corazón. Cerró lentamente los ojos y dejó que la desesperanza y la tristeza la envolvieran por completo. Durante los días siguientes, Viviana permaneció en su habitación, recuperándose de sus heridas. A pesar del agudo dolor, comenzó lentamente a empacar todas sus pertenencias. También reunió todo lo que Gustavo le había regalado. Él no la amaba, pero había sido generoso con los obsequios: el valor total de aquellos objetos debía rondar los diez millones de dólares. Al principio había pensado en tirarlo todo, pero luego lo reconsideró. Tomó el celular y llamó al jefe del club exclusivo al que solía ir con frecuencia. Había escuchado que el club organizaba una subasta benéfica, así que dijo que ella también tenía varios artículos para donar. Poco después, la llamaron de vuelta que esa misma noche habría un evento, y la invitaron a asistir. Al anochecer, Viviana llegó al club con varias maletas grandes. Después de entregar los artículos al encargado de la subasta, se giró... Y el destino quiso que se encontrara justo de frente con Gustavo y Olivia, que acababan de llegar juntos. Olivia se aferraba como chicle del brazo de Gustavo, al ver a Viviana, en sus ojos brilló un destello de triunfo y burla. Viviana, por instinto, apretó los dedos contra la palma, clavándose las uñas, pero enseguida se obligó a relajarse. Esa noche tenía asuntos importantes que atender. No valía la pena desperdiciar emociones por ellos. La mirada de Gustavo pareció detenerse unos segundos en el rostro pálido de ella, pero pronto se desvió, fría y distante. Apenas se sentó, las luces del salón se atenuaron de golpe. El presentador subió al escenario y, con entusiasmo, anunció que antes de comenzar la subasta habría un momento de tres minutos para los besos, invitando a todas las parejas presentes a disfrutarlo. Viviana se quedó inmóvil, atónita. El haz del reflector giraba al azar por la sala en penumbra, iluminando una tras otra a las parejas que se abrazaban y se besaban apasionadamente. Giró la cabeza por instinto, y justo entonces la vio: Olivia, sonriendo, se colgaba del cuello de Gustavo. Él la miró desde arriba, la comisura de sus labios pareció curvarse apenas... Y luego se inclinó, besándola con pasión. Acto seguido, el corazón de Viviana sintió como si una mano invisible lo apretara con fuerza. Incontables escenas de sus besos apasionados con Gustavo irrumpieron en su mente sin control. Había besos intensos, dominantes, cargados de deseo... Pero parecía que nunca antes había existido uno como ese, lleno de ternura y con un significado de verdadero aprecio. Y fue entonces cuando un hombre, tambaleándose por el alcohol, se acercó a ella y dijo con voz arrastrada: —Señorita Viviana... Estar sola es muy triste, déjeme acompañarla...

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