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Capítulo 4

Cuando Sofía recobró el conocimiento, lo primero que vio fue el techo blanco del hospital y, en el aire, el penetrante olor del desinfectante. Elisa, al verla despertar, le tomó la mano con falsa preocupación: —Hermana, casi mueres. No culpes a Gabriel, todo lo hizo por mí. Sus palabras parecían disculparse, pero estaban cargadas de burla y provocación. Frente a ese rostro idéntico al suyo, Sofía sintió una absurda sensación de extrañeza. Decían que las gemelas compartían un mismo lazo, y solo quienes las conocían bien podían distinguirlas. Pero ahora incluso compartían al mismo esposo. Sofía retiró la mano con calma y desvió la mirada hacia la ventana sin decir nada. Gabriel mostró un destello de compasión y ayudó a Elisa a levantarse con ternura. Luego miró a Sofía con frialdad: —Elisa ya se disculpó. Eso demuestra su grandeza. Además, todo esto fue culpa tuya. Sofía dejó escapar una breve risa incrédula y lo miró de frente: —Solo se escucha mi voz en el video, ¿y con eso ya concluyes que fui yo? ¿Por qué no puede ser falso? Habían pasado tantos años juntos, y aun así él no le tenía la menor confianza. Qué ironía. Gabriel apretó los labios, dudó un instante y se fue con Elisa. Cuando se fueron, Sofía recibió una llamada del consulado de visas. Le informaron que, por ser la primera mujer del país en ganar el Pulitzer, su visa estaría lista la próxima semana. Solo debía esperar siete días más. Y entonces podría dejar atrás todo lo relacionado con Gabriel. ... Dos días después, Sofía salió del hospital sola. De Gabriel solo recibió un mensaje: [Elisa dice que nunca ha vivido una cita romántica. Estos días la acompañaré a salir. Cuídate y espera mi regreso.] Sofía soltó una risa seca. Era una risa amarga, desgarrada, una risa que dolía. Cuando empezaron, Gabriel estaba en pleno auge, pero dejó negocios millonarios solo para llegar a su cumpleaños. La besó en la frente y le dijo: —No solo quiero celebrar contigo tu cumpleaños. Quiero acompañarte a hacer todas esas cosas que hacen las parejas. Y cumplió su promesa. Aun cuando su empresa creció y su agenda se volvió caótica, siempre encontraba tiempo para salir con ella. Un día, frente al árbol de los enamorados, prometieron amarse para siempre. Pero ese para siempre ya se había roto. Revisando por error el WhatsApp de Elisa, Sofía vio una foto. Gabriel estaba otra vez bajo aquel mismo árbol, pero la mujer a su lado no era ella. Le temblaron las manos al sostener el teléfono; el dolor la envolvió hasta que, al caer la noche, logró calmarse. Abrió el cajón del velador, sacó un álbum y fue arrojando todas las fotos al fuego de la chimenea. También tomó el anillo que Gabriel había mandado a hacer en el extranjero especialmente para ella y lo rompió con un martillo sin dudar. Todo lo que quedaba de ellos dos, Sofía lo tiró, lo rompió o lo quemó. Podía aceptar la traición y soportar el dolor, pero no conservar sus restos. Las cosas que antes habían sido tesoros ahora no valían nada. Pronto la casa quedó hecha un desastre, igual que su matrimonio, irreconocible, destruido. Tres días después, Gabriel envió a tres guardaespaldas. La tomaron por la fuerza y la llevaron a un hospital. Cuando Sofía reaccionó, estaba frente a la puerta de un quirófano. Una enfermera se le acercó con una carpeta gruesa: —Si todo está en orden, por favor firme aquí, en la sección de familiares. El corazón de Sofía dio un vuelco: —¿Por qué debo firmar? Uno de los guardaespaldas respondió: —La señora Elisa se quemó el rostro. El presidente Gabriel donará parte de su piel, pero como usted sigue siendo su esposa legal, debe firmar la autorización. Por un momento, Sofía no supo si reír o llorar. ¿Debía burlarse de su título de esposa legal, explicar que ya estaban divorciados o admirar el sacrificio de Gabriel por Elisa? Al final, ante la insistencia de los guardaespaldas, tomó el bolígrafo y escribió su nombre en la línea correspondiente.

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