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Capítulo 2

Al enterarse de que el trámite de cancelación de la cuenta tardaría medio mes en completarse, Silvia habló con Gabriel y Lorena, y finalmente decidieron regresar primero a la casa Díaz. Durante esos quince días, ella debía seguir quedándose al lado de Julio, sin dejar que él notara nada extraño. De lo contrario, con sus métodos, ninguno de ellos podría escapar. Al regresar a la mansión, Silvia empezó a organizar sus cosas. Esas fotos que alguna vez consideró tesoros, las cartas de amor que Julio le escribió, los recuerdos que compraron juntos durante sus viajes... todo lo arrojó a la chimenea. Las llamas devoraron el pasado, como si consumieran un sueño ridículo. Al día siguiente, Silvia fue al jardín. Allí había una hilera entera de plátanos de sombra que Julio había plantado para ella con sus propias manos; él decía que los plátanos simbolizaban la fidelidad, igual que su amor por ella, que nunca se pudriría. Silvia tomó el hacha y fue derribando los árboles uno a uno. Los empleados observaban desde lejos, sin atreverse a acercarse ni a detenerla; el sonido seco y cortante de los troncos al romperse era como si una obsesión estuviera siendo arrancada de raíz. Al tercer día, Silvia fue a la cima del Risco del Amor. Allí colgaba un candado del amor, grabado con sus nombres. En aquel entonces, Julio la había abrazado y había lanzado la llave al acantilado, diciendo que estarían unidos para siempre. Ahora, Silvia optaba por cortar la cadena con unas pinzas. El candado cayó al suelo, emitiendo un sonido nítido. Ella se dio la vuelta y se marchó, sin mirar atrás ni una sola vez. Al regresar a la mansión, había dos personas más en la sala. Julio estaba sentado en el sofá, mientras Paula se apoyaba en su pecho, con el rostro pálido, tan frágil que parecía que el viento podría llevársela. Silvia, con el rostro inexpresivo, pasó junto a ellos y subió las escaleras. —Detente. —la voz de Julio sonó fría detrás de ella. Silvia se detuvo, pero no miró hacia atrás. —¿Sabes por qué la traje de regreso? —preguntó él. —No me importa. —Después de que tú enviaste a Pauli al extranjero, no pudo adaptarse y no ha dormido bien en días. —en su tono se notaba el reproche. —Silvia, pídele disculpas. Ella por fin se dio la vuelta y los miró. Paula agarraba tímidamente la manga de Julio, pero en sus ojos brillaba un destello de satisfacción. —¿Y si no me disculpo? —preguntó Silvia con calma. —No importa, de verdad... —Paula murmuró con voz débil. — No me importa sufrir un poco, al fin y al cabo... Silvia es la señora Díaz. Julio la abrazó con fuerza de inmediato: —Te dije que no hace falta que seas tan comprensiva. Le besó la coronilla: —De ahora en adelante, yo te voy a consentir. Puedes hacer lo que gustes. Silvia esbozó una sonrisa irónica, sintiendo que todo aquello era el colmo de lo absurdo. Un sirviente trajo un cuenco de té de tila, diciendo que lo había preparado especialmente para Paula. En ese momento, el celular de Julio sonó. Él miró la pantalla y, con voz suave, le dijo a Paula: —Siempre dices que te duele la cabeza cuando hablo de trabajo. Saldré a contestar la llamada. Tómate el té de tila. Dicho esto, se levantó y se fue. Silvia permaneció en su sitio, sintiendo como si un hacha le hubiera golpeado el corazón con fuerza. Él nunca discutía asuntos de trabajo fuera, porque implicaban secretos comerciales, pero ahora, por Paula, hasta ese hábito podía cambiar. En la sala solo quedaron Silvia y Paula. La fragilidad en el rostro de Paula desapareció al instante, sustituida por una arrogancia propia de una vencedora. —¿Lo viste? —se burló suavemente. —Aunque tú seas la señora Díaz y te valiste de tu estatus para mandarme lejos, el cuerpo y el corazón de Julio están conmigo. Silvia la miró con indiferencia: —Si lo quieres, quédatelo. Paula se quedó sorprendida por un instante, luego se enfadó: —¡No necesito que me lo des! Tarde o temprano, él será solo mío. ¡Tu lugar también lo será! Al ver que Silvia permanecía impasible, Paula se irritó aún más. En ese momento, se escucharon los pasos de Julio desde fuera. En los ojos de Paula brilló un destello de crueldad. De repente, tomó el cuenco humeante de té de tila y se lo vertió encima. —¡Ah! —gritó, y las lágrimas le brotaron al instante. Cuando Julio entró corriendo, lo que vio fue esa escena. Paula, empapada y descompuesta, tenía el agua escurriéndose por la ropa mientras sollozaba desconsoladamente. —¡Silvia!—en sus cejas se notaba un enfado apenas contenido. —¿No te basta con no disculparte, que todavía te atreves a tratarla así? —No fui yo. —respondió con calma. — Puedes revisar las cámaras de seguridad. —¡Bien, revisaremos las cámaras! —carcajeó él, frío. Paula lo agarró del brazo de inmediato, sollozando: —Julio, no ha sido culpa de Silvia...Soy yo la que no debió soñar con quedarme a tu lado. Me iré ahora mismo... Justo al dar un paso, Julio la sujetó y la atrajo hacia sí con fuerza. —Me costó tanto encontrarte, ¿y ahora quieres volver a irte? ¿Acaso quieres matarme? La abrazó con fuerza, como si aferrara un tesoro recién recuperado. Luego, miró a Silvia con una frialdad aterradora. —Esto, te lo haré pagar. Silvia fue encerrada en la cámara frigorífica. Cuando los guardaespaldas la arrastraban hacia adentro, ella luchó con todas sus fuerzas: —¡Julio! ¡Revisa las cámaras! ¡No fui yo! Él ni siquiera la miró, solo respondió fríamente: —No hace falta revisar nada, solo le creo a ella. La puerta de la cámara se cerró de golpe. La oscuridad y el frío envolvieron a Silvia al instante. Acurrucada en un rincón, temblaba de pies a cabeza, pero el frío en su corazón era mucho más intenso que el de la cámara. ¿Esto es lo que él llamaba su persona más amada? Las lágrimas de Silvia cayeron sin consuelo. Desde siempre, ella había tenido mala circulación y temía mucho al frío. Después de casarse, Julio gastó una fortuna en instalar un sistema de climatización en la casa, e incluso el jardín exterior mantenía una temperatura agradable todo el año. En invierno, él solía tomar sus manos y pies fríos para calentarlos en su pecho, sonriendo mientras decía: —Te calentaré así el resto de mi vida. Pensándolo ahora... Las promesas, tal vez solo son reales en el momento en que se pronuncian.

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