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Capítulo 1

Diez de la noche. Gisela, que acababa de terminar su trabajo como tutora, entró con un disfraz de payaso en una sala privada, guiada por el personal. Su compañera de habitación, Lourdes Álvarez, trabajaba a tiempo parcial en ese club; esa noche su novio había ido a verla de improviso, así que Lourdes le pidió a Gisela que la sustituyera. Le había dicho que un grupo de jóvenes ricos estaba de fiesta allí y que solo tenía que usar el disfraz y entretenerlos. Diez minutos, ciento cuarenta dólares, y además habría propina. Era prácticamente dinero fácil. Gisela acababa de entrar en la sala cuando alzó la vista y, de pronto, vio una cara familiar. Se detuvo en seco. —Felipe, ¿todavía no te cansas de tu jueguito de fingir que eres pobre? Tantas chicas a las que les gustas, ¿y eliges a una tan pobre? Felipe curvó ligeramente los labios. —Tú no entiendes. Esas chicas que dicen gustar de mí lo hacen por mi dinero. Solo mi Gisela me ama de verdad. Para que yo comiera mejor y me vistiera mejor, ella era capaz de tener tres trabajos. ¿Acaso ellas también lo harían? Quien hablaba era su novio, Felipe, con quien había salido por más de dos años. Diez minutos antes, él acababa de decirle buenas noches. ¿Jueguito de fingir ser pobre? A Gisela se le vinieron muchas cosas a la mente en ese momento. Felipe le había dicho que cada mes su familia solo le daba setenta dólares para vivir, que no podía costearse la comida y que solo podía comer pan con agua. Tal como él decía, para que Felipe pudiera comer mejor y vestirse mejor, ella había buscado tres trabajos. En cuarto año de universidad tenía pocas clases; por el día preparaba café en una cafetería, por la noche trabajaba como camarera en un restaurante, y los fines de semana hacía tutorías en casa para unos niños. Casi no tenía tiempo para descansar. No se permitía comprar vestidos de treinta o cuarenta dólares, pero no dudaba en regalarle a Felipe unas zapatillas de más de cien. Ella comía siempre los platos vegetarianos más baratos del comedor, pero cuando salía con Felipe, ella lo llevaba a restaurantes donde una comida costaba decenas de dólares, y siempre era ella quien pagaba. Cada vez que estaba tan cansada que pensaba en rendirse, recordaba a Felipe. Él, con los ojos llenos de ternura, le decía: —Gise, te amo tanto... quiero darte un hogar. Así, con expresión culpable le decía: —Gise, has sufrido mucho estando conmigo. Cuando tenga dinero, te daré una buena vida. Durante los últimos dos años, Felipe había sido la razón por la que ella seguía adelante. Pero ahora sabía que todo aquello no había sido más que un juego para él. Un chico habló: —Felipe, escuché que planeas visitar a la familia de Gisela en las vacaciones de invierno y que se casarían cuando se gradúen el próximo año. ¿No me digas que vas en serio con ella? Felipe, recostado en el sofá, sostenía una copa de vino tinto en una mano y un cigarrillo en la otra. —¿Cómo podría? Ella ni siquiera tiene papá. Quiere casarse pronto para tener un hogar completo. Yo solo la sigo para hacerla feliz; ¿cómo podría realmente llevarla a mi casa como esposa? —Ah, con razón. —Aquel hombre rio—. Ya decía yo que no perderías la razón tan fácilmente por amor. Tú finges ser tan pobre y aun así sale contigo durante dos años, no solo sin gastar tu dinero, sino hasta poniendo del suyo. Claro, nunca ha tenido una figura paterna y le falta cariño desde pequeña. Apenas dijo esto, los amigos de Felipe empezaron a comentar todos a la vez. —Es cierto, eres el príncipe heredero de la familia Hernández, ¿cómo podrías casarte con una chica tan pobre como Gisela? No son del mismo nivel. —Exacto, el heredero de la familia Hernández enamorado de una pobretona sería el chiste del año. —Este tipo de chicas sin padre son las más fáciles de engañar. Con unas cuantas palabras dulces ya quedan rendidas a tus pies, jajajaja. —Solo Adriana Guerrero está a tu altura. —Adriana llegará en un rato. Si se entera que tienes una novia en la universidad, ¿qué le vas a decir? Felipe sonrió. —¿Y acaso Adriana no me dejó y se fue al extranjero por tres años? Si se entera, que se entere. Justo puedo usar a Gisela para molestarla un poco. —Si Gisela supiera que le compraste a Adriana un bolso de cuarenta y cinco mil dólares como si nada, se moriría. —Sí, sí. Llevas dos años fingiendo ser pobre para engañar a Gisela, comiendo y usando su dinero, y ella trabajando en tres empleos para mantenerte. Si llegara a saber que derrochas así con otras mujeres, seguro se volvería loca. La sonrisa en los labios de Felipe se desvaneció y, tras un instante de silencio, dijo: —Gisela nunca lo sabrá. No sabía que Gisela estaba justo frente a él. El disfraz de muñeco era pesado y sofocante. Gisela sentía que apenas podía respirar. Era como si le hubieran desgarrado el corazón mientras aún latía, era insoportable. En ese momento alguien más habló: —¿O sea que piensas seguir ocultándolo? Felipe respondió con seriedad: —Aún no me he divertido lo suficiente. Si alguno de ustedes se atreve a decirle algo a Gisela, se atendrán a las consequencias. —Pero bueno, hay que decirlo, aunque Gisela sea un poco pobre, sí que es bonita. Piel tersa, cara preciosa, buen cuerpo... Yo la veo y hasta lo entiendo. Tienes buen gusto, Felipe. —Por supuesto. —Felipe bebió un sorbo de vino tinto sonriendo—. Jugar es jugar, pero feas no acepto. —Llevas dos años con ella, ¿ya se acostaron, verdad? —Todavía no. —Felipe soltó una risa desdeñosa—. Solo estoy jugando. ¿Para qué la tocaría? Las chicas pobres son las más ingenuas. Si le quito la virginidad, luego no me la quito de encima, qué molestia. Todos estallaron en carcajadas. Gisela abrió la boca con dificultad, pero no pudo pronunciar ni una palabra; solo sentía el sabor metálico de la sangre llenándole la boca. Se había mordido con demasiada fuerza. Alguien comentó con desgana: —Entonces, cuando te canses de ella, ¿me la pasas? Si tú no te acuestas con ella, yo sí. Con una chica tan bonita sería un desperdicio no hacerlo. El semblante de Felipe se ensombreció y su mirada, afilada como un cuchillo, recorrió al que había hablado; sus ojos estaban llenos de un frío mortal. Al notar que Felipe se había enfadado, aquel hombre rectificó torpemente: —Felipe, no te enojes, solo estaba bromeando. Felipe, con el semblante tenso, pronunció cada palabra con firmeza. —Te lo advierto, si te atreves a tocar a Gisela, no te lo perdonaré. —No, no, perdón, Felipe. ¿Cómo iba me atrevería? Justo entonces, la puerta del salón privado se abrió y entró una mujer con porte de niña rica. Llevaba un conjunto de Chanel y su cabello castaño, en ondas suaves, resaltaba su belleza. —¿De qué hablan? —La mujer sonrió mientras se sentaba al lado de Felipe. Felipe ajustó su expresión y dijo, con un tono agrio: —Vaya, hasta que te acuerdas de volver. Ya pensaba que te habías olvidado de mí. Adriana sonrió con un encanto irresistible. —¿Cómo podría? Si tú eres la persona que más me cuesta dejar atrás. —¿De verdad? —No te mentiría. —Adriana se inclinó y presionó sus labios contra los de Felipe. Felipe no la apartó. Gisela se quedó mirando la escena, aturdida; su corazón pareció detenerse por un instante. Los amigos de Felipe empezaron a animar: —Adriana, ¿cuándo piensas volver con Felipe? Él te ha estado esperando durante tres años. Adriana se separó de los labios de Felipe y, sonriendo, se recogió el cabello. —Depende de cómo se comporte. Dicho esto, Adriana miró al payaso. —¿Y esto? —La trajeron para entretenerte. —Felipe por fin miró a la persona disfrazada que llevaba mucho rato de pie en silencio frente a él. Gisela no se movió. —¿Qué haces ahí? Baila. —Felipe habló con un tono ya impaciente. Solo entonces Gisela reaccionó. Antes de venir, su compañera Lourdes le había insistido una y otra vez en que hiciera bien el trabajo. Si lo arruinaba, no solo ella no cobraría, sino que Lourdes también sería despedida del club. Gisela no quería perjudicar a su compañera. Aguantando el dolor y la humillación, se puso a bailar como payasa delante de su novio para divertir a otra mujer. Mientras bailaba, vio a Felipe abrazar a esa mujer y volver a besarla. Se besaban con tanta intensidad que parecían una pareja en plena luna de miel. Las lágrimas de Gisela cayeron sin aviso. En ese instante, sintió que la verdadera payasa no era el disfraz que llevaba, sino ella misma. Gisela no supo cómo logró salir del club. En diciembre, Venturis ya estaba muy fría. Empezó a caer una llovizna. El viento húmedo y helado se colaba por el cuello y las mangas, cortante como un cuchillo, pero ella no lo sentía. Gisela caminaba sin rumbo bajo la lluvia, como un alma perdida. El teléfono vibró varias veces antes de que ella, finalmente, lo sacara. Era una llamada de su vecina Nancy. Gisela respondió con apatía. —¡Gisela, vuelve rápido, tu madre ha tenido un accidente!
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