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Capítulo 9

En ese instante, sonó el timbre. —Debe ser la ropa. Voy a abrir. —Gisela soltó un largo suspiro, como alguien que logra salir a la superficie después de casi ahogarse. La presión que Federico había ejercido sobre ella hacía apenas unos minutos era demasiado intensa. Cuando él mencionó el matrimonio, Gisela estaba tan nerviosa que ni siquiera sabía dónde poner las manos. Federico asintió levemente sin decir nada. Gisela se levantó y fue rápido hacia la puerta. Al abrir, la empleada del hotel le sonrió con cortesía mientras le entregaba una bolsa. —Buenas noches, señorita. Aquí tiene la ropa según la talla que nos indicó. —Gracias. —Gisela tomó la bolsa y cerró la puerta. Al pasar por la sala, notó que el sofá estaba vacío. Federico ya no estaba ahí. Desvió la mirada y lo vio de pie frente al ventanal, observando la ciudad nocturna. La luz cálida del interior dibujaba suavemente su silueta. Afuera, el bullicio y la prosperidad de la ciudad estaban rodeados por la suavidad de la noche. Las luces de neón parpadeaban y, en el cristal de los ventanales, se reflejaban destellos temblorosos que delineaban con nitidez la figura del hombre, añadiéndole un aire aún más misterioso y profundo. Gisela lo contempló unos segundos desde atrás. Una sensación extraña le invadió el pecho. Su corazón pareció perder el ritmo. Y algo que llevaba años escondido tan cuidadosamente que casi había olvidado que existía empezó a removerse, tratando de salir a la superficie. Gisela se obligó a contener esas emociones inexplicables. Bajó la cabeza y caminó con pasos pequeños y apresurados hacia el baño. Dentro de la bolsa había dos paquetes pequeños. Gisela abrió uno y sacó ropa interior. La tela desprendía un suave aroma a detergente, y aún estaba tibia. Sin duda la habían lavado y secado justo antes de traérsela. El otro paquete contenía un camisón blanco de tirantes, de seda. Aunque era invierno, la calefacción del hotel era perfecta; no sentiría frío con eso puesto. Tras ducharse y secarse el cabello, Gisela sintió sed. En su habitación no había agua, pero recordaba haber visto botellas en la mesa del salón. Abrió la puerta del dormitorio y apenas dio dos pasos cuando, de repente, la puerta de enfrente también se abrió. Federico estaba allí, de pie, como si no esperara encontrarla. Su mirada se detuvo un segundo, la expresión en sus ojos se oscureció ligeramente. —Perdón. Pensé que ya estarías dormida. Gisela agitó la mano con nerviosismo. —No pasa nada, solo venía por agua. —Mm. —Federico no añadió nada. Simplemente regresó a su habitación. La puerta de enfrente se cerró y Gisela dejó escapar un suspiro de alivio. Avanzó dos pasos y, de pronto, recordó algo; bajó la cabeza de golpe para mirar el camisón de tirantes de seda que llevaba puesto. Y su cara se encendió al instante, como si toda la sangre del cuerpo hubiera subido a sus mejillas. El camisón era demasiado delgado. La parte del pecho... apenas cubría. ¿Él... él lo había visto? ... Cuando por fin se acostó, ya eran las siete de la mañana. A esa hora debería estar agotada... pero Gisela yacía en la cama sin poder conciliar el sueño, dando vueltas una y otra vez. En cuanto pensaba en la enfermedad de su madre, las lágrimas volvían a brotar sin control. Desde que tenía memoria, siempre habían sido solo ella y Valeria. Cuando Gisela estaba en preescolar, veía que los demás niños tenían padre. Un día llegó a casa y preguntó dónde estaba el suyo. En los ojos de Valeria pasó una emoción que la pequeña Gisela no podía entender. Con voz fría, respondió: —Tú no tienes padre. Tu padre murió hace mucho. Gisela era demasiado pequeña para comprender lo que significaba "morir". Solo pudo asentir, confundida. Después, cuando en el preescolar le preguntaban por su papá, ella respondía: —Mi papá ya murió. Cada vez que decía eso, algunos niños se reían de ella por no tener padre. Pero las maestras la abrazaban con ternura y le daban caramelos para consolarla. Valeria siempre había sido una mujer fuerte, capaz de sostener el hogar sola. Gisela recordaba que, cuando estaba en primaria, Valeria conducía un carrito de desayunos en la calle. El negocio prosperaba tanto que provocó la envidia del puesto de al lado. Vivían en un pequeño apartamento de escalera en un barrio viejo. El carrito no cabía en el edificio, así que lo dejaban en el callejón cada noche. Un día, temprano en la mañana, Valeria descubrió que faltaba una rueda del carrito. No se alteró. Buscó en silencio por los alrededores; al no encontrar nada, llamó a la policía con calma. Más tarde, cuando estaba en tercer curso de secundaria, su madre abrió un pequeño restaurante con el dinero que había ahorrado vendiendo desayunos en un puesto. Ya no solo vendía desayunos, sino también algunos platos rápidos. El local era diminuto, solo cuatro mesas, pero siempre estaba lleno. Gisela ayudaba allí los fines de semana: atendía, limpiaba, hacía tareas entre mesas. Recordaba especialmente a un cliente frecuente que siempre les traía cosas: a veces fruta, a veces snacks que a ella le encantaban. A los quince años, Gisela ya había visto romances entre compañeros; no era ingenua. Notó al instante que aquel hombre sentía algo por Valeria. Estaba cortejándola. Al principio, Gisela se resistió. No quería que un hombre extraño se convirtiera en su padre. No quería perder a su madre. Así que lo miraba con frialdad cada vez que aparecía. Tiempo después, Valeria habló con él. Y a partir de ese día, nunca volvió. Tras graduarse del bachillerato, Gisela consiguió un trabajo de verano dando clases. Ganó 980 dólares en todo el verano. Por aquel entonces, el oro no era tan caro. Gisela tomó 180 dólares y le compró a Valeria un collar de oro con un dije de rosa. Era precioso. Cuando Valeria lo recibió, dijo que no debía gastar dinero... pero la sonrisa en su cara la delataba. Sonreía tanto que las comisuras casi alcanzaban los ojos. La noche antes de marcharse a la universidad, Gisela y Valeria hablaron largamente. Gisela observó las arrugas en la cara de su madre y sintió un dolor amargo. —Madre... si algún día conoces a alguien adecuado, podrías intentarlo. Todos estos años has estado sola. En secundaria fui inmadura... aquel señor era una buena persona. Fue culpa mía... Valeria negó suavemente y acarició su mano. —Gise, no fue culpa tuya. Es solo que yo ya he visto lo suficiente como para no querer volver a casarme. Estoy bien sola. En la universidad, Gisela se esforzó al máximo. Ganó becas, premios académicos, concursos. Una parte del dinero lo ahorraba; la otra la usaba para comprarle a Valeria productos de cuidado, anillos, pequeños regalos. Aunque con Felipe gastó bastante, todo era dinero que ella misma ganaba. El dinero que Valeria le enviaba mensualmente, Gisela nunca lo aceptó. Sus 280 dólares mensuales salían de sus trabajos y becas. Cuando amaneció por completo, Gisela se dio la vuelta y encontró su almohada empapada. Había llorado horas sin darse cuenta. Pensar en la enfermedad de Valeria la entristecía. No podía imaginar qué sería de su vida si la perdía. Comparado con ese miedo... el dolor de Felipe ya no parecía tan insoportable. El cansancio finalmente la venció y cayó dormida. Medio consciente, vio la pantalla del celular encenderse. Un mensaje de Felipe había llegado. En la pantalla apareció el mensaje. [Cariño, ¿para qué llamaste en la madrugada? Estaba dormido y no escuché]. Gisela no respondió. Colocó el teléfono boca abajo junto a la almohada, cerró los ojos... y por fin se sumergió en un sueño profundo.

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