Capítulo 4 Vamos a divorciarnos
—¡Pablo!
Mariana apenas bajó del auto y caminó unos pasos cuando vio al adolescente parado en la entrada de la escuela.
Llevaba puesto el uniforme escolar azul y blanco; el rápido crecimiento de los últimos dos años hacía que se viera aún más delgado.
Sus rasgos se parecían mucho a los de Mariana: facciones marcadas y ojos grandes. Llevaba un audífono en la oreja, lo que llamaba la atención, pero aun así el muchacho sonreía con alegría y calidez.
Le hizo señas a Mariana en lengua de señas. —¿Por qué llegaste tan rápido?
—Estaba cerca. —Mariana le sonrió y luego le revolvió el cabello con la mano—. Te ha vuelto a crecer el pelo, el fin de semana te llevo a cortártelo, ¿sí?
Pablo Romero agitó la mano y volvió a hacer señas. —El mes que viene son los exámenes de admisión, me lo corto después.
Eso hizo reír a Mariana. —¿De verdad te importa tanto?
Pablo se rascó la cabeza y volvió a sonreír.
—Está bien, te lo cortas después del examen. —Mariana sonrió con ternura—. Por cierto, ¿para qué me llamaste?
Pablo asintió y luego metió una tarjeta bancaria en la mano de Mariana, mientras señaba:
—El premio del concurso del mes pasado —le dijo a Mariana—. Ya vienen los exámenes, guárdamelo tú.
—¿No te lo dije ya? Ese dinero guárdalo tú mismo, después de los exámenes puedes salir con tus compañeros...
Mientras hablaba, Mariana intentó devolverle la tarjeta.
Pero Pablo insistió, diciéndole con sus manos: —No voy a salir, lo prometiste, después del examen vamos a Puerto Brisa.
Las palabras de Pablo tomaron por sorpresa a Mariana.
Al ver la reacción de Mariana, Pablo se apresuró, moviendo las manos tan rápido que las señas se volvieron un borrón. —¡Me lo prometiste!
—Ya, ya, lo sé. —Mariana volvió a sonreír—. Tranquilo, no lo he olvidado. Solo queda un mes, ¿verdad?
...
Cuando Mariana regresó a la mansión ya casi eran las diez de la noche.
Las empleadas ya se habían ido, pero la luz de la sala en la planta baja seguía encendida.
Mariana se detuvo un instante.
Avanzó unos pasos más y, tal como esperaba, vio a una persona sentada en el sofá.
Enrique se había quitado el saco, solo llevaba puesta una camisa clara, con las mangas remangadas, dejando al descubierto unos antebrazos blancos y bien definidos.
Su cara apuesta, bajo la luz, parecía aún más perfecta, como una pintura en la que incluso la composición era impecable.
Pero Mariana recuperó la compostura enseguida y fue la primera en hablar: —Ya regresaste.
Al oírla, Enrique levantó la mirada.
Ella permaneció de pie justo en el límite entre el pasillo y la sala, la distancia entre ambos no era ni demasiado cerca ni demasiado lejos.
Sin esperar que Enrique dijera nada, Mariana continuó: —Pablo está por presentar el examen de admisión, fui a llevarle unas cosas.
Las palabras de Mariana sonaron como una explicación de su ausencia.
Enrique solo respondió con un "ajá".
Después, como de costumbre, Enrique esperó a que Mariana siguiera hablando.
Antes, a Mariana le gustaba contarle a Enrique todo tipo de trivialidades:
Cómo le iba a Pablo en la escuela, o qué cosas le habían sucedido últimamente; incluso llegó a contarle cuando veía algún perro en la calle.
Pero esta vez, Mariana no hizo nada de eso.
Después de "explicar", Mariana simplemente subió las escaleras.
Ni una palabra más le dirigió a Enrique.
La frente de Enrique se arrugó ligeramente.
Cuando él entró en la habitación, vio que Mariana ya se había duchado y en ese momento estaba sentada frente al tocador, aplicándose crema en la cara.
Al verlo entrar, Mariana pareció dudar un instante, pero aun así se giró para mirarlo. —Tengo algo que decirte.
Enrique no contestó, solo se dirigió al vestidor.
Él sabía que Mariana lo seguiría.
Y efectivamente, al instante siguiente, Enrique escuchó los pasos de Mariana acercándose.
Mientras él desabotonaba la camisa, las palabras de Mariana se escucharon. —Enrique, vamos a divorciarnos.
En el instante en que Mariana terminó de hablar, un botón de la camisa de Enrique salió disparado.
Y cayó sobre la suave alfombra, sin emitir el menor sonido.