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Capítulo 9

Luego la empujaron adentro. Apenas se cerró la puerta, Yolanda, quien supuestamente tenía graves quemaduras en la pierna, bajó de la cama sin ninguna dificultad, con una sonrisa triunfante en la cara. Le hizo una ligera señal al médico y, con un tono sombrío y perverso, ordenó: —Empieza de una vez. Recuerda, nada de anestesia. Quiero ver cómo le cortas la piel, centímetro a centímetro, delante de mí. El médico y las enfermeras se miraron, indecisos, pero ninguno se atrevió a contradecirla. Andrea, aterrorizada, intentó como pudo soltarse para huir, pero la sujetaron con fuerza sobre la mesa de operaciones. De pronto, el bisturí hizo el primer corte sobre su piel y un dolor insoportable recorrió su cuerpo. —¡Ahhh! Gritó horrorizada, mientras su cuerpo temblaba por reflejo. A un lado, Yolanda soltó una maligna carcajada. Parecía un demonio disfrutando del sufrimiento ajeno. Siguió el segundo corte, luego el tercero y así... La hoja del bisturí avanzaba centímetro a centímetro por su piel, la sangre se deslizaba por las heridas y manchaba la mesa. Andrea, pálida y bañada en sudor, ya no volvió a gritar ni a soltar una sola lágrima. Sabía que, cuanto más dolor mostrara, más placer sentía Yolanda. Hasta el corte número noventa y nueve no se dio por terminada la operación. Andrea perdió el conocimiento. Cuando despertó, ya estaba en una habitación de hospital. Su muslo estaba envuelto en varias capas de vendaje, con manchas de sangre; cada movimiento le provocaba un dolor punzante. Miró desolada al techo con la mirada vacía, sin emoción algunas, solo contando los días que le faltaban para irse. Faltaba poco, apenas cinco días. En cinco días podría dejar a Jaime para siempre. Durante los días siguientes, Andrea permaneció en el hospital concentrada en su recuperación; durante ese tiempo, Jaime no fue a verla ni una sola vez. Era como si hubieran vuelto a una de sus eternas guerras frías, cada uno metido en su mundo, sin interferir en la vida del otro. Al cuarto día le informaron que podía ser dada de alta. Andrea, aún débil, se levantó temblorosa de la cama, tomó sus cosas y se preparó para marcharse. Al pasar frente a una habitación, escuchó la voz dulce y melosa de Yolanda. —Papá, mamá, ya estoy muy bien, todo es gracias al cuidado de Jaime estos días. Ah, por cierto, olvidé presentarlo: es mi jefe y... Mi novio. Sin pensarlo, Andrea se detuvo en seco. A través de la rendija de la puerta, vio a Jaime tomar la mano de Yolanda con ternura y decir con solemnidad: —Cuidarla es mi responsabilidad. Por favor, confíen en mí, les prometo que siempre la protegeré. —Ustedes han venido desde lejos, mañana los invito a salir y a disfrutar juntos. Elisa no podía dejar de sonreír, complacida. —Yolanda ha tenido mucha suerte de encontrarte como novio. Aquellas palabras le recordaron a Andrea otro tiempo. Cuando Jaime fue a su casa a entregar el regalo de bodas, le dijo a sus padres con la misma solemnidad: —Señor, señora, pueden confiarme a Andi; les prometo que la cuidaré toda la vida. Ahora, esas promesas sonaban vacías. Andrea soltó sonrió con ironía. Sin un rastro de tristeza, salió a paso largo del hospital. Al día siguiente, Jaime regresó a casa. Subió a darse un balo rápido, se vistió con ropa cómoda y elegante, y antes de salir dijo: —Tengo que viajar estos días. Cuando regrese, te traeré un lindo regalo. Luego, intentó besarla en la frente. Pero Andrea apartó con rapidez la cara y respondió: —Ajá, ve tranquilo. Jaime vaciló por unos segundos, sintiendo algo raro, pero no le dio importancia y se marchó sonriente. En cuanto él salió, Andrea también se fue directo al Registro Civil. Obtener el acta de divorcio la llenó de una satisfacción inmensa. Dichosa, guardó una copia en su bolso y la otra la envió por correo a Empresas Cielomar. Partió su tarjeta SIM en dos y subió al auto. Desde ese instante, dejó de ser la señora Herrera.

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