Capítulo 1
Hace cinco años, Marisol Ríos sufrió un accidente automovilístico mientras intentaba salvar a su familia y quedó en estado vegetativo.
Cinco años después, cuando por fin despertó, descubrió que todo había cambiado.
Sus padres y su hermano habían adoptado a una hija, Carmen Ríos.
La colmaban de atenciones, tanto que hasta el propio prometido de Marisol, David Peña, la miraba de manera distinta.
Decían que la habían adoptado porque extrañaban demasiado a Marisol.
Pero ella no lo soportaba y se empeñaba en que la echaran.
Nadie imaginó que, de regreso tras dejar a Carmen, un accidente automovilístico acabaría con la vida de sus padres y de Carmen en el acto.
Desde entonces, Héctor Ríos y David empezaron a odiar a Marisol.
Le decían que, si no hubiera insistido en echar a Carmen, no habrían muerto tres personas a la vez.
La torturaban, se vengaban de ella, y Marisol aceptaba todo aquello como una forma de redención.
Tres años después, agotada física y emocionalmente, le diagnosticaron cáncer terminal. Le quedaba menos de un mes de vida.
Un día, mientras vagaba aturdida frente a un hotel, vio a sus padres muertos, a Héctor y a David, todos sentados alrededor de una mesa celebrando el cumpleaños de Carmen.
Carmen llevaba una corona en la cabeza y sonreía como una princesa.
Ella, desde la puerta, quedó paralizada como si le cayera un rayo.
Antes de que pudiera reaccionar, escuchó a David preguntarle a Héctor: —Marisol ya recibió la lección, ¿hasta cuándo vamos a seguir con esta farsa?
Héctor sonrió: —Cuando llegue su cumpleaños dentro de un mes se lo diremos. Que sufra un poco más, para que aprenda de verdad a no echar a Carmen.
La madre, Susana, suspiró: —El carácter de Marisol es demasiado terco; si no la hacemos sufrir, nunca aprenderá a aceptar a Carmen.
El padre, Rodrigo Ríos, asintió: —Con esta muerte fingida, seguro que ya no se atreverá a ir en contra de Carmen.
En ese instante, Marisol sintió cómo la sangre le hervía en todo el cuerpo.
¡Todo había sido una farsa!
No estaban muertos; habían planeado esa falsa muerte solo para obligarla a aceptar a Carmen, haciéndola pasar por todo ese dolor.
Qué ridículo.
Sus padres, su hermano y hasta David, que le había prometido amarla para siempre, ¡la habían engañado por una hija adoptiva!
Pero ellos no sabían algo.
A ella no le quedaba ni un mes de vida.
Ya no podría esperar a que la perdonaran.
…
Dentro del hotel, la escena era cálida y feliz, pero Marisol ya no podía soportarlo; salió tambaleándose, con la mente invadida por las pesadillas de esos tres años.
Tres años en los que cada día vivió consumida por la culpa.
Soñó incontables veces con el auto en llamas, sus padres pidiendo ayuda y la mirada aterrada de Carmen.
Por eso aceptó todos los castigos de David y Héctor.
Aceptó que David la estrangulara noche tras noche gritándole que ella los había matado.
Aceptó que Héctor la obligara a arrodillarse en el altar tres días y tres noches.
Aceptó escribir una y otra vez me equivoqué, hasta que los dedos le sangraron.
Pero ahora lo entendía, ¡todo era mentira!
Volvió a casa hecha un desastre, y apenas cruzó la puerta escupió sangre.
En el baño, se desplomó sobre el retrete mientras la sangre se mezclaba con las lágrimas.
Tomó las pastillas para el dolor, se enjuagó y apenas logró borrar las manchas cuando la puerta se abrió de golpe.
Héctor, con el rostro helado, se plantó en el umbral: —Te estoy llamando hace rato y no respondes. ¿Qué estás fingiendo ahora? ¿Otra vez quieres evadir tu penitencia de hoy?
David frunció el ceño al verla: —¿Qué haces agachada en el suelo?
Marisol no contestó; solo levantó la cabeza con apatía: —¿Cómo quieren que me redima hoy?
Los dos hombres se miraron y David dijo con frialdad: —Ve al barrio norte y compra un pastel de osmanthus para Camila.
Marisol torció los labios y soltó una risa.
Carmen, Camila...
Un mes después de la muerte de Carmen, David y Héctor trajeron a esa mujer idéntica a ella.
En aquel entonces, Marisol ingenuamente pensó que solo buscaban un reemplazo para aliviar el dolor.
Ahora lo entendía.
¿Un reemplazo? Era la misma Carmen que nunca había muerto.
Hasta el nombre lo disfrazaron, de Carmen a Camila.
—Está bien, iré a comprarlo.
Marisol ya no tenía fuerzas para discutir; de todos modos estaba a punto de morir, y nada le importaba.
El pastel de osmanthus del barrio norte exigía dos horas de fila. Débil, ella esperaba bajo el sol, con la vista borrosa una y otra vez.
La primera vez que lo trajo, Camila se quejó de que estaba frío.
La segunda vez, dijo que estaba demasiado dulce.
La tercera, que no tenía buena forma.
……
En el séptimo intento consiguió el pastel de osmanthus perfecto, pero de regreso la atropelló una moto y salió volando.
El conductor huyó, y ella no tuvo más opción que arrastrar sus piernas ensangrentadas hasta la casa.
—Tu pastel de osmanthus. —Dijo Marisol, extendiéndole la caja a Camila.
Camila abrió la caja y soltó un grito desgarrador al instante: —¡Hay sangre!
David y Héctor acudieron de inmediato, y en cuanto la puerta se abrió, Camila se lanzó entre sus brazos con los ojos enrojecidos, sollozando: —Si no quería comprármelo podía decirlo, ¿por qué tenía que traerme un pastel de osmanthus manchado de sangre para asquearme?
Al ver el pastel ensangrentado, los rostros de David y Héctor se oscurecieron al instante.
—¿Lo hiciste a propósito? —La interrogó David con voz helada.
Marisol, recostada contra la pared, con las piernas todavía palpitando de dolor, respondió débilmente: —No, fue en el camino, me atropelló una moto, la sangre se pegó sin querer.
Héctor soltó una risa fría y dio zancadas hacia ella: —¿Crees que soy idiota? ¿Después de un accidente sigues de pie aquí?
Le agarró la muñeca con fuerza: —Si tanto te gusta mentir, hoy voy a hacer que tu mentira se vuelva verdad. ¡Tráiganla, arrástrenla al césped!
De inmediato, dos guardaespaldas levantaron a Marisol y la arrastraron hacia el jardín trasero. Sus rodillas se destrozaban contra el suelo hasta quedar en carne viva, pero a nadie le importaba.
En medio del césped, David y Héctor ya estaban sentados en aquel Maybach, y el rugido del motor sonaba como un susurro de la muerte.
Ella, con dificultad, logró incorporarse un poco: —David, Héctor, yo de verdad...
Antes de que pudiera terminar la frase, el carro aceleró directamente hacia ella.
—¡Pum!
El dolor explotó en todo su cuerpo, y Marisol salió despedida como una muñeca, cayendo pesadamente a varios metros de distancia sobre el pasto.
La sangre brotó a borbotones, su visión se oscureció y perdió por completo el conocimiento.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando su conciencia empezó a volver poco a poco, y el olor a desinfectante le quemaba la nariz.
Con enorme esfuerzo, abrió los ojos; las luces blancas del techo la mareaban.
Afuera del cuarto, escuchó la voz baja de David: —¿Cómo pudo sangrar tanto? ¡Si nomás le dimos un golpecito con el carro!
La voz de Héctor sonaba incrédula: —Sí, si controlamos la fuerza...
El cansado timbre del médico se oyó entonces: —La paciente ya está en fase terminal de cáncer. Con un impacto así, lo único que hicieron fue acelerar su muerte.