Capítulo 14
Javier miró a Ana con indiferencia.
—¿Qué tiene que ver conmigo lo que hayas prometido? —dijo con total desinterés.
—Pero Pablo es tu abuelo.
—No me importa.
—¡Javier!
Él contempló sin expresión a la exaltada Ana que tenía delante.
Ella se mordió el labio y, con un matiz de súplica, pidió: —Javier, el abuelo Pablo ya es mayor y su corazón nunca ha estado bien. Te lo ruego, mañana… Después de mañana puedes cargarme con todas las tareas de la casa que quieras, no me quejaré.
Pablo había sido quien la había apoyado económicamente todos esos años y el único anciano que le escribía cartas para preocuparse por ella.
Ana poseía muy pocas cosas y, por eso, se aferraba con todas sus fuerzas a cada pequeño gesto de afecto que recibía.
Javier la examinó con detenimiento y, de pronto, sonrió; una sonrisa fría y desbordada. —Puedo aceptar fingir que somos marido y mujer por un día, pero después te mudas.
Ana abrió los ojos de par en par al escucharlo decir que debía irse.
Con cierto apuro, murmuró: —Pero le prometí a abuelo Pablo que te cuidaría.
Javier soltó una risa sarcástica: —¿De verdad crees que necesito que lo hagas? Isabel se encarga de organizarlo todo; cada día alguien viene a poner en orden Residencial La Colina, preparan la comida que me gusta, Antes de que tú aparecieras, las orquídeas del patio llevaban dos años creciendo perfectamente.
Por una vez, Javier había dicho una larga parrafada.
Ana comprendió de repente que lo que decía era cierto.
Javier no necesitaba sus cuidados; más bien, su llegada solo le había causado molestias.
Estos días de convivencia le habían dejado claro que a Javier le disgustaba profundamente su presencia.
Javier la miró desde lo alto, con un tono tan frío que no dejaba espacio para sentimiento alguno. —Nuestro matrimonio es solo nominal. Casarnos fue únicamente el deseo de don Pablo. Yo te prepararé un piso, pero de ahora en adelante no quiero volver a verte.
Ana retorcía los dedos, con la mente hecha un lío; tardó un buen rato en responder.
—Puedo mudarme, pero tengo una condición.
—¿Ja? ¿Un piso en AeroEstrella no es suficiente? Dilo, ¿qué más condición quieres? —replicó Javier, con la mirada cargada de burla.
Míralo, al final salió a relucir su codicia. Como no podía sacar más provecho de él, antes de marcharse quería pedir algo desmedido.
Ana, sin embargo, ignoró la ironía de Javier y habló con gesto muy serio.
—No quiero tu piso. Mi única condición es que, cuando el abuelo Pablo venga, me avises con tiempo. Te pido que, aunque sea un fastidio, finjas conmigo ser mi esposo. No quiero que el abuelo Pablo se entere y se sienta triste.
—¿Hm?
—Si aceptas esta condición, en cuanto encuentre un lugar me mudaré de inmediato.
Javier examinó a Ana, como si intentara descubrir en su mirada si realmente lo hacía por Pablo o si, en el fondo, buscaba usarlo de excusa para mantenerse ligada a él.
Pero al final, no halló en los ojos de Ana el menor rastro de apego hacia su persona.
Con una mirada sombría y profunda, accedió: —Está bien.
Ana, temerosa de que Javier se arrepintiera, asintió enseguida. —Perfecto, entonces también acepto mudarme.
La actitud completamente indiferente de Ana hacia él hizo que Javier entrecerrara los ojos.
Ana no le dio más vueltas al asunto. Tras llegar a un acuerdo, salió a comprar víveres: como Pablo iba a venir a almorzar, pensaba preparar varios platos.
En realidad, Ana se sentía un poco perdida.
Había puesto todo su empeño.
Pero el matrimonio no parecía algo que pudiera sostenerse solo con esfuerzo.
Aun así, esa confusión no la entristecía; al fin y al cabo, ella había aceptado casarse únicamente para pagar una deuda de gratitud.
Javier no la quería, y, siendo sincera, ella tampoco sentía afecto por él.
…
A las once de la mañana.
Llegó Pablo.
Ana, al verlo, corrió a recibirlo. —Abuelo Pablo, qué bien que haya venido. ¿Cómo se le ocurre traer tantas cosas?
Le quitó de las manos las bolsas que traía.
Detrás de él, el chófer cargaba más de diez bolsas de distintos tamaños, sin que se supiera bien qué llevaban dentro.
Aquel chófer, que llevaba más de diez años al servicio de don Pablo, estaba completamente asombrado. Resultaba que la muchacha que había traído la vez anterior no era ni una empleada doméstica ni una parienta pobre.
¿Entonces… quién demonios era esta chica?
Recordó cómo esa misma mañana Pablo había ido al almacén a rebuscar cosas, y si no hubiera sido porque entre los dos no podían cargarlo todo, habría vaciado medio cuarto de almacenaje. El chófer pensó en cómo, la última vez, había dejado a la chica tirada en la puerta de la urbanización y se le revolvió el estómago con nervios.
A Pablo no le importaba en lo más mínimo la inquietud de su chófer. Ni siquiera se fijó en Javier, que estaba plantado como un poste en medio del salón.
Entusiasmado, tiró de Ana y se puso a abrir con ella todos aquellos regalos.
—Anita, esto es nido de golondrina que traje para ti, a los jóvenes les viene bien fortalecerse.
—Este es ginseng importado, no sé si lo llegarás a necesitar, pero te lo doy por si acaso.
—Esta pulsera la conseguí en una subasta; me pareció que te quedaría muy bien, llévala contigo.
—Y esto es…
Ana miraba la montaña de regalos frente a ella, un tanto abrumada. —Abuelo Pablo, yo no necesito tantas cosas. Ahora como bien, vivo en una casa grande, y Javier también me trata bien. Ya estoy viviendo muy bien.
Javier, a un lado, escuchaba con una mirada enigmática y sombría.
Esa mujer no se había quejado; al contrario, decía que vivía bien.
Pablo le acarició la cabeza con cariño y le habló con ternura: —Ana, lo que quiero es que vivas cada vez mejor.
Ana se quedó atónita.
Bajó la cabeza para ocultar el enrojecimiento de sus ojos.
Quien está acostumbrado a sufrir se siente inseguro cuando alguien lo trata tan bien.
Le daba miedo defraudar la bondad de Pablo hacia ella.
Lo que el abuelo Pablo deseaba era que ella y Javier llevaran una buena vida juntos, pero ni siquiera eso había podido cumplir.
Con la voz algo ronca, murmuró: —Gracias, abuelo Pablo.
Don Pablo, al verla casi al borde de las lágrimas, comprendió que aquella niña había tenido una vida dura desde pequeña y sintió un cariño aún más profundo.
Haber permitido que Anita se casara con Javier sin amor de por medio siempre le había hecho sentir culpable.
Aunque aquel matrimonio había sido voluntario por parte de ella, él sabía bien qué carácter tenía su nieto.
Le preocupaba que esa niña sufriera demasiado.
Pero Ana no lo sentía como sufrimiento.
Abuelo Para ella, el cariño de Pablo ya era un tesoro inmenso.
Con los ojos brillantes como estrellas y una sonrisa radiante, Ana dijo: —Abuelo Pablo, yo también tengo un regalo para usted.
Corrió a su habitación y regresó con una caja de cartón.
De dentro sacó una bufanda marrón.
—Abuelo Pablo, yo misma tejí esta bufanda. El clima se enfría poco a poco; no ande siempre con tan poca ropa, cuídese del frío.
Pablo se la puso enseguida y le encantó.
Ana siguió sacando cosas de la caja.
—Estas son cartas que los niños le escribieron al abuelo Pablo.
—Esta es una libélula de hierba que le manda Rosa. Y estos son pepinillos en vinagre que preparó Patricia…
Las cosas de Ana no tenían gran valor material, pero Pablo sonreía feliz.
Porque esas eran, en verdad, las muestras de cariño más valiosas.
En ese instante, Ana parecía haber guardado todas sus espinas; se mostraba dócil y serena.
Ambos parecían abuelo y nieta.
Javier parecía estar de sobra…
Después de intercambiar regalos, Ana se dispuso a ir a la cocina a preparar el almuerzo.
Al levantarse y pasar junto a Javier, le susurró: —Javier, me lo prometiste.
Prometió que fingirían ser un matrimonio normal por un día.
Javier le lanzó una mirada y, condescendiente, se levantó para seguirla hacia la cocina.
Pablo, al verlos entrar juntos, no pudo evitar sonreír.