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Capítulo 1

En la víspera de la competencia de baile, Elena Vargas fue arrastrada a un callejón por más de una decena de matones. Cuando la rescataron, estaba cubierta de sangre. Al final, le diagnosticaron deformidad y torsión en ambas piernas y sordera en el oído izquierdo. Tendría que vivir el resto de su vida usando una bolsa de orina, jamás podría volver a bailar. Su hermano mayor, quien más la adoraba, se enfureció y juró que haría que ese grupo de personas pagara el precio. Su prometido, quien más la consentía, se sintió profundamente dolido. En medio de todo, trajo al mejor equipo médico del mundo para tratarla. Pero, al tercer día, cuando Elena pasaba en silla de ruedas por la esquina de una escalera, sin querer escuchó la conversación entre los dos. —¿Estás loco? Dijimos que solo era para que perdiera la competencia, ¡ahora Elena tendrá que usar una bolsa de orina por el resto de su vida! Esa... era la voz de su prometido, Román Suárez. Elena no tuvo tiempo de entender qué significaba "solo para que perdiera la competencia", cuando, al segundo siguiente, la voz de su hermano, Orlando Vargas, llegó mezclada con el humo del cigarro. —Esos matones no midieron su fuerza, pero ¿no es justo el resultado que queríamos? Esta vez, el campeonato solo puede ser para Lucía Reyes. —Pero... —Nada de peros. Elena es una mujer noble, mimada por la familia desde muy pequeña. Yo soy su hermano de sangre, tú eres su prometido, con nosotros cuidándola, ya vivió con comodidad la primera mitad de su vida. Aunque quede discapacitada, no le irá tan mal en la segunda mitad. Pero Lucía es diferente, ella es adoptada, siempre ha sido cautelosa y prudente desde niña. Ahora, su mayor anhelo es ese campeonato de baile, pero Elena es demasiado sobresaliente, un obstáculo insuperable. Lucía no tiene opciones, solo puede confiar en mí. No puedo dejar que nadie se interponga en su camino. —Román, somos buenos amigos, hermanos de la vida, las mujeres van y vienen. Sé que te gusta Elena, y que pronto te casarás con ella, pero también me prometiste que, aunque te guste, no pondrías en peligro la vida de Lucía, ¿verdad? Román guardó silencio durante mucho tiempo y, al final, suspiró como si intentara convencerse a sí mismo: —Ya entendí. Ahora Elena no puede dormir por el dolor todos los días, haz que el médico le dé el mejor analgésico que tenga disponible. Ambos apagaron los cigarrillos y se fueron. Alrededor, todo cayó en un silencio mortal, solo Elena pudo percibir el estruendo de su corazón hecho pedazos. Aquel día, los matones que aparecieron en el callejón no fueron una casualidad, sino una escena cuidadosamente orquestada por ellos. Y los titiriteros detrás de todo resultaron ser, increíblemente, las dos personas en quienes más confiaba. Elena abrió la boca, quiso gritar, quiso llorar. Pero cuando la rabia y la desesperación llegaron a su garganta, solo pudo emitir un gemido lastimero, como el de un gatito. Hasta hoy, seguía diciéndose a sí misma que no importaba. Aunque había pasado por la experiencia más dolorosa, aún tenía a su hermano, aún tenía a su prometido, todavía guardaba a los dos hombres que más la amaban en el mundo. Pero ahora, eran quienes le confesaban que todo ese sufrimiento, ese cuerpo suyo destrozado y sucio, ese corazón roto y ensangrentado, ¡todo había sido provocado por ellos! Con los ojos enterrados en el suelo, sentada en la silla de ruedas, Elena temblaba sin poder controlarse, como si el dolor la fuera a matar. No entendía, no podía comprender cómo las cosas habían terminado así. Ella había sido la chica más brillante de la familia Vargas. Su hermano Orlando siempre la había consentido desde pequeña, ni siquiera era capaz de dirigirle la palabra con severidad. Su prometido Román la mimaba aún más, desde niño había anunciado al mundo que solo se casaría con ella. Elena vivía como una rosa de invernadero, delicada e ingenua, convencida de que siempre habría alguien dispuesto a protegerla de cualquier tormenta en el mundo. Hasta que, cuando tenía catorce años, sus padres trajeron de vuelta a la hija única de un amigo fallecido: Lucía. Esa niña delgadita, con un vestido descolorido de tanto lavado, se quedó en la sala de la casa de los Vargas, cabizbaja, llamándola "Elena". En aquel entonces, Elena, inocente, le colocó su broche de pelo favorito, sin imaginar que esa "hermanita" Lucía, aparentemente desamparada, se convertiría en la peor calamidad de su vida. Al principio, solo fueron pequeñas cosas. Lucía rompió el jarrón antiguo que había dejado su madre, pero con los ojos llenos de lágrimas dijo que lo había roto Elena. Lucía perdió su credencial de concursante y, con un aire lastimero, dijo que fue un accidente. Y cada vez, Orlando solo se molestaba un poco y decía: —Elena, no causes problemas. —Mientras Román masajeaba sus sienes y la persuadía: —Lucía no lo hizo a propósito, Elena, tienes que ser paciente. Después, las cosas se volvieron cada vez más absurdas. Pasó tres meses desvelándose para prepararse para una competencia, pero el nombre que apareció en la lista de ganadores fue el de Lucía. La oportunidad de baile en solitario que ella había ganado con tanto esfuerzo tras practicar sin descanso, al final, bajo el foco de luz, seguía siendo para ella. Se sentía como una botella de cristal a la que poco a poco le iban quitando el aire, viendo impotente cómo todo lo que le pertenecía, uno por uno, era guardado en el bolsillo de Lucía. Lo más ridículo era que realmente había creído que no era lo suficientemente buena. Pero hasta hoy, por fin empezó a comprender vagamente que, en realidad, todo lo que ella había valorado desde el principio hasta el fin, había sido entregado con sus propias manos a Lucía por las dos personas en las que más confiaba. Su excelencia era un error, su talento un pecado. Ella, desde que nació, estaba destinada a ser la piedra sobre la que Lucía avanzara. ¡Pero Román era su prometido, y Orlando su hermano mayor de sangre! ¡Lucía no era más que una hija adoptiva! Después de la muerte de sus padres, ellos se convirtieron en su único apoyo, pero ahora, eran quienes la habían destruido con sus propias manos. Elena ya no sabía para qué seguir viviendo convertida en lo que era ahora... Un poco fuera de sí, empujaba la silla de ruedas con manos temblorosas, y justo cuando estaba a punto de tomar la decisión de tirarse junto con la silla, de repente, el celular en su bolsillo empezó a sonar. En la pantalla apareció un número desconocido. Elena dejó que sonara durante mucho tiempo y, al final, decidió contestar: —¿Hola? —Señorita Elena. Al otro lado de la línea, una voz masculina y amable respondió: —Somos del Instituto de Investigación Médica Estelar. —...¿Qué sucede? —Hemos oído hablar de todos los accidentes que ha sufrido. —Dijo suavemente: —Quizá quisiera usted convertirse en nuestra paciente para unas pruebas. Elena se echó a reír, y mientras carcajeaba, comenzó a llorar: —¿No cree que ya he sufrido suficiente? —No, nuestro nuevo medicamento puede darle una nueva vida. —...¿Cómo dice? —Reconstrucción ósea, recuperación de la audición, incluso... —Hizo una pausa: —Hacer que vuelva a estar sobre el escenario. El corazón de Elena dio un brinco violento. —¿Por qué yo? —Porque... —El interlocutor guardó silencio un momento y luego, con solemnidad, dijo: — Solo quienes han sido completamente destruidos merecen volver a nacer. Elena se quedó inmóvil, deteniendo por completo el movimiento de la silla de ruedas. Miró hacia la ventana, aturdida, y la luz del sol era tan intensa que le hizo llorar. Un momento después, por fin apretó fuerte el teléfono. —Bien, acepto.
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