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Capítulo 6

La ceremonia de homenaje transcurrió de manera ordenada y concluyó sin contratiempos. Roberto y Liliana, agotados, fueron los primeros en retirarse del lugar, tomados del brazo. Poco después, Berta, alegando sentirse indispuesta, regresó al auto con Clau. Jacinto, por su parte, tampoco quiso permanecer mucho tiempo frente a la tumba de Emiliano, aquel que lo había engañado. Al final, solo Catalina se quedó allí, en silencio, arreglando las flores y limpiando el polvo. Se inclinó y apoyó con suavidad la frente sobre la lápida. En la foto, Emiliano conservaba la sonrisa amable de sus mejores años; su expresión irradiaba la misma calidez de cuando vivía. Mientras lo miraba, la vista de Catalina comenzó a nublarse poco a poco. A los cinco años, cuando aún vivía en un orfanato y peleaba por comida como un animal abandonado, había sido Emiliano quien se le acercó y tomó su mano. Su sonrisa cálida, como un rayo de sol colándose por la ventana, iluminó desde entonces su mundo entero. Fueron Emiliano y la familia Medina quienes le dieron un refugio donde protegerse de las tormentas. Por eso, aunque después la familia Medina no la trató con verdadero afecto, ella siempre les guardó gratitud. Y por esa misma razón, cuando Emiliano, en su lecho de muerte, tomó su mano y le pidió que cuidara de Berta, a los Medina y al pequeño Clau, aceptó sin dudarlo. En aquel momento, no entendió por qué las últimas palabras de Emiliano habían sido un simple "lo siento". Pero ahora... Catalina se incorporó con melancolía para irse. Justo cuando estaba por salir del cementerio, sus ojos se tensaron al ver algo. Berta y Clau estaban en la sección de las tumbas de la familia Delgado. Clau se inclinaba respetuosamente ante la tumba de los padres de Jacinto, saludándolos con un "abuelito, abuelita", con la actitud perfecta de un nieto ejemplar. Berta, a su lado, esperaba con una sonrisa apacible. Cuando Clau terminó de inclinarse, colocó con cuidado un ramo de flores frente a la tumba y dijo con voz suave: —Señor, señora, pueden estar tranquilos. Clau es un hijo de la familia Delgado, y algún día lo reconocerán como tal. Al escuchar esas palabras, la sangre de Catalina pareció congelarse. La mujer que alguna vez había prometido proteger a la familia Medina por Emiliano se derrumbaba ante sus ojos. Rápidamente, Catalina corrió hacia ellos y, con la voz temblorosa y cargada de ira, preguntó entre dientes: —¿Qué estás diciendo, Berta? Clau es un Medina. El pequeño Clau se asustó tanto que rompió a llorar y se refugió en los brazos de Berta. Pero Berta mantuvo la calma, sonriendo con frialdad. —No estoy diciendo nada fuera de lugar, Catalina. Los lazos de sangre no pueden falsificarse. Catalina la miró, incrédula. —Berta, en su momento Emiliano no podía tener hijos y pensaba divorciarse para dejarte libre. Fuiste tú quien propuso usar en secreto el esperma de Jacinto. Después de tener a Clau, la familia Medina nunca te trató mal ni a ti ni a tus padres. Berta acarició la espalda de Clau y soltó una risita suave. —Catalina, ahora las cosas son distintas. Emiliano está muerto. Es lógico que busque un nuevo apoyo para mí y para mi hijo. —Jacinto es un hombre poderoso, y llevo en mi vientre a su hijo. ¿Por qué no habría de luchar por lo que me corresponde? Además, ¿por qué te alteras tanto? ¿No fuiste tú quien me entregó a tu marido para que "fortaleciéramos nuestra relación"? Catalina abrió los ojos con incredulidad, sin poder procesar lo que escuchaba. —¿Entonces lo de que no podías hacerte otro tratamiento in vitro... era mentira? Los labios de Berta se curvaron en una sonrisa arrogante y cruel. —Catalina, quiero a tu marido para mí. Si piensas ir a contárselo, adelante. Pero no puedo garantizar que él te crea. Apenas terminó de hablar, Berta cambió el tono de inmediato. Apretó a Clau contra su pecho y retrocedió unos pasos. —Catalina, Clau solo vino a inclinarse. No quiso ofender a Emiliano. Clau, entre lágrimas, comenzó a llorar más fuerte, con un llanto agudo y desesperado, como si hubiera sufrido la peor de las injusticias. —¿Catalina, qué estás haciendo? Una voz dura resonó a sus espaldas. Jacinto corrió hacia ella lleno de urgencia. Tomó a Clau en brazos y, al ver su rostro pálido y empapado en lágrimas, su mirada se volvió tan fría que helaba la sangre. —Catalina, ¿solo porque ya no es hijo de Emiliano, lo tratas con tanta crueldad? Catalina negó con desesperación. —No, yo no... fue él... Su voz se ahogó enseguida bajo el llanto desgarrador de Clau. Berta, fingiendo enjugarse las lágrimas, intervino con un tono dolido. —La culpa es de Clau. Estos días ha estado demasiado apegado a ti. Así que entiendo que te hayas enojado, Catalina. Pero el niño solo extraña a su papá, eso es todo. Un destello helado cruzó los ojos de Jacinto. ¡Pa! La cachetada resonó con fuerza. La cabeza de Catalina se giró por el impacto, y una sensación ardiente se extendió por su mejilla mientras un zumbido ensordecedor llenaba sus oídos. Abrió la boca intentando hablar, pero las lágrimas se adelantaron a las palabras, empapándole la cara con un sabor salado y amargo. La confianza que alguna vez había sido el orgullo de su matrimonio se hizo pedazos en ese instante. Jacinto tampoco podía creer que le hubiera levantado la mano. Quedó inmóvil, con un destello de arrepentimiento cruzándole fugazmente la mirada. Berta, al ver la escena, apretó con disimulo la mano de Clau. El niño comprendió al momento y, entre sollozos, se soltó de los brazos de Jacinto, temblando de pies a cabeza. —Tía Catalina, no te enojes, por favor. Ya no voy a depender del tío Jacinto. Haré lo que tú digas. Mi papá se llama Emiliano, soy un Medina, ¿sí? Los ojos de Jacinto se oscurecieron por completo, vacíos de todo calor. Sin decir palabra, tomó nuevamente a Clau en brazos, sujetó la mano de Berta y se dirigió con solemnidad hacia la tumba de sus padres. —Padres, les traje a su nieto para que lo vean. Y ella es la madre del niño. El bebé que lleva en su vientre también es su nieto. Berta sonrió con timidez y asintió. —Pueden estar tranquilos. Prometo cuidar muy bien de este bebé. Catalina los miró, atónita, mientras ellos se abrazaban frente a la tumba. De pronto, soltó una risa quebrada, una que se mezcló con las lágrimas que caían sin control. Se reía de sí misma, por haber sido tan ingenua al creer que aún podía confiar en el amor de Jacinto.

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