Capítulo 5
En la reunión semanal de la empresa, una semana después, Javier apareció con profundas ojeras, marcas de uñas en el cuello y una expresión de agotamiento absoluto.
Víctor, que estaba hablando en ese momento, se detuvo, y todas las miradas en la oficina se centraron en Javier.
Él lucía incómodo. —Disculpen, surgieron algunos imprevistos. Sigan ustedes.
Al terminar la reunión, algunos empleados se acercaron a Javier.
—¿Dónde se fue a divertir la semana pasada señor Javier?
—Tsk, tsk, ¡qué vida tan envidiable la suya, señor Javier!
Uno de ellos le dio un codazo y le hizo una seña con los ojos: yo aún estaba allí. Después de todo, había ingresado a la empresa de la familia Ruiz amparada por mi título de prometida de Javier.
El empleado me echó una mirada rápida y, por precaución, guardó silencio.
Javier, quizás todavía resentido por las dos cachetadas que le había dado, soltó una risa fría, sin preocuparse por disimular. —¿Y qué si hay una mujer presente? ¿De qué tienen miedo?
Sin mirarlo, recogí mis documentos y regresé a mi oficina.
Cuando terminé de corregir la propuesta del nuevo proyecto, ya era mediodía. Los empleados se habían ido al comedor.
Caminé hasta la oficina de Javier; levanté la mano para llamar a la puerta, pero escuché algo. Eran los sonidos de Javier y Nuria haciendo el amor en pleno horario laboral. Sexo.
Mi mano, suspendida en el aire, se detuvo.
Y en ese instante, otra mano sujetó la mía.
Víctor estaba detrás de mí; no supe en qué momento había llegado. Su palma cálida separó mis dedos, y sus nudillos, fuertes y marcados, se entrelazaron con los míos. Su voz, baja y cargada de insinuación, sonó junto a mi oído; sus ojos oscuros brillaban con una ternura peligrosa.
—Cariño, ¿qué sentido tiene escuchar lo que hacen otros?
Tenía razón.
Me puse de puntillas y rocé con mis labios la comisura de su boca.
Víctor se quedó inmóvil un instante, pero enseguida me levantó en brazos y caminó a grandes pasos hacia el ascensor privado. Presionó el botón del piso 52 y avisó a su secretaria que despejara el área.
Cuando me dejó sobre la cama de su oficina, el corazón me latía con fuerza.
Víctor se quitó la corbata, respirando con dificultad, y me besó con fiereza.
Yo rodeé su cuello con los brazos.
Javier tenía razón: hay tentaciones imposibles de resistir.
En el momento decisivo, Víctor se detuvo, respiró hondo y, tras una breve pausa, besó suavemente mi frente.
—En un rato llegarán los socios de Grupo Época.
—¿Vendrás conmigo a casa esta noche?
Cuando regresé a mi oficina, ya más tranquila, mi secretaria me miró con evidente incomodidad. —Señorita Elena, hay una mujer que dice ser su hermana. La hice esperar en la sala de descanso.
Asentí, la dejé allí y me dirigí hacia la sala.
Nuria estaba sentada, con las piernas cruzadas, hojeando una revista mientras comía un postre. Al verme entrar, no se levantó; el escote de su blusa dejaba entrever las marcas rojas en su piel.
—Elena, disculpa, acabo de hacer ejercicio y tenía hambre.
—No te molesta, ¿verdad?
Sonreí con calma. —¿Eso es todo lo que sabes hacer? Parece que tu madre no te enseñó tan bien como creías.
La cara de Nuria se endureció, pero enseguida volvió a sonreír.
—Elena, mamá dice que debo seguir tu ejemplo, que tienes el mejor gusto para elegir hombres.
—Ella solo quiso ser una amante, ¿quién iba a imaginar que tu madre sería tan débil?
—Espero que tú no termines como ella, Elena.
Me acerqué y le di dos cachetadas. Luego ordené a mi secretaria que llamara a seguridad para que la sacaran de allí.
Pero subestimé el descaro de Nuria. Sin importarle nada, empezó a gritar, ventilando públicamente todos los detalles vergonzosos de su relación con Javier.
Le pedí a mi secretaria que lo llamara para que bajara a hacerse cargo.
Cuando llegó a la entrada de mi oficina, los guardias forcejeaban con Nuria.
En el tironeo, las marcas rojas de su cuerpo quedaron a la vista.
Javier, con la cara sombría, le dio una patada. —¿Qué demonios haces armando un escándalo en la empresa?
Nuria se aferró a su pierna, llorando con desesperación. —Javier, si Elena no quiere perdonarme, ¿qué voy a hacer?
Javier me miró un instante, y luego, con frialdad, le dijo a Nuria: —Entonces lárgate. Si vas a ser la amante, al menos ten un poco de dignidad.