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Capítulo 1

—Silvi, ¿has pensado bien lo que te dije la última vez? El abuelo está muy enfermo, y para tu padre y para mí sigues siendo nuestra única hija. ¿De verdad no quieres volver a casa para heredar el grupo? En la habitación vacía, Silvia sostenía el pincel mientras escuchaba la voz cansada de Esperanza al otro lado del teléfono. En la penumbra, trazó el último trazo de la pintura: una familia de tres miembros. Justo cuando al otro lado de la línea pensaban que, una vez más, no lograrían convencerla, Silvia abrió la boca de repente. —De acuerdo. Esperanza se quedó atónita, como si le sorprendiera. —¿Tú... Aceptas? —Sí. —La voz de Silvia era serena—. Acepto, pero necesito algo de tiempo para cerrar los asuntos de aquí; volveré en un plazo de quince días. Después de dar algunas indicaciones más, colgó el teléfono. Silvia salió de la habitación y miró hacia el vestíbulo, donde estaban las tres personas. Su mirada se detuvo en el hombre sentado en el sofá. El hombre tenía unas facciones impecables y profundas, pero no agresivas; su porte era reservado y sereno. Llevaba la camisa y el pantalón de vestir perfectamente arreglados, los botones abrochados hasta el cuello, transmitiendo una elegancia impecable. Ese era su marido, el hombre por el que se enfrentó a su familia, rechazando todo lo que ellos habían dispuesto, decidida a no casarse con nadie que no fuera él. Armando, oriundo de la capital, era conocido por su seriedad y sobriedad. En su círculo lo llamaban "el príncipe heredero de hielo", y, sin embargo, en ese momento le hablaba con voz suave a otra mujer. A un lado, un niño de unos cinco o seis años, de rasgos delicados, se lanzó a los brazos de la mujer y, parpadeando con sus grandes ojos, pidió con tono zalamero: —Srta. Patricia, quiero comer pescado entero frito con salsa agridulce, ¿me lo puede hacer, por favor? Patricia Ortega le tocó la nariz con cariño y sonrió. —Claro que sí. Los ojos de Gustavo Reyes brillaron de alegría. —Srta. Patricia, es usted genial. No como mi mamá, que no me deja comer mucho. Dicho esto, frunció un poco los labios. Patricia sonrió y lo tranquilizó. —Entonces hoy tienes que comer mucho, ¿eh? Gustavo asintió con una sonrisa dulce. —La Srta. Patricia es la mejor. Ojalá fuera mi verdadera mamá. La sonrisa de ella se hizo aún más amplia. Mientras tanto, Silvia, de pie en el piso de arriba, sintió que el corazón le dolía en silencio. Sabía que los niños tienden a comer en exceso; por eso le controlaba la dieta, no por maldad, sino para evitar que le doliera la barriga. Ya no quiso seguir mirando. Eran su esposo y su hijo, y aun así parecían ser ellos quienes formaban una familia, mientras que ella era la que sobraba. Se dio la vuelta y regresó a su habitación. Al poco tiempo, se oyeron pasos afuera y Patricia entró. Con un maquillaje impecable y una sonrisa suave en la cara, dijo: —Silvia, bajemos juntas a celebrar el cumpleaños de Gustavo. Patricia había sido una de sus pasantes. Provenía de una familia humilde y sus capacidades eran, en el mejor de los casos, mediocres. En su momento le había contado, llorando, su historia, diciendo que si no encontraba trabajo pronto tendría que volver a casa para casarse a la fuerza. Silvia, compadecida de su siituación, decidió contratarla en la empresa. ¿Quién iba a pensar que acabaría trayendo a casa a la tercera en discordia que destruiría su matrimonio? Patricia la imitaba deliberadamente, intentando reemplazarla para convertirse en la nueva dueña de la Corporación Vértice. Y cuando Silvia finalmente se dio cuenta, Patricia ya había entrado por la puerta grande, relacionándose con Armando y Gustavo como si fueran una familia. Silvia hacía tiempo que había visto a través de la máscara de bondad de Patricia, y en secreto se había odiado por haber metido al lobo en el corral. Con voz fría, dijo: —No me siento bien, no bajaré. Patricia, aparentando inocencia, insistió: —Silvia, tú eres la mamá de Gustavo. Él necesita tu bendición. Silvia arrugó la frente, a punto de negarse otra vez, pero de pronto pensó en algo y suspiró. Aquello era un asunto entre ellas, y Gustavo seguía siendo un niño. No debía verse afectado por los problemas de los adultos. Como madre de Gustavo, tenía la obligación de darle su bendición en su cumpleaños. Con ese pensamiento, Silvia dejó a un lado los pinceles, se limpió las manos y bajó junto a Patricia, rozándole el hombro al pasar. Por un instante, la sonrisa de Patricia se congeló y en sus ojos brilló un destello de malicia, antes de seguirla escaleras abajo. Al ver a Armando y Gustavo, Silvia se quedó unos segundos inmóvil. Diez años atrás, para curtirse en el mundo laboral, había entrado en la Corporación Vértice y allí conoció a Armando. Entre discusiones y risas, terminaron casándose. Se había negado a aceptar el matrimonio arreglado por su familia y se empeñó en casarse con Armando, llegando incluso a romper con los suyos. En todos estos diez años, jamás se había arrepentido de aquella elección: un marido atractivo, con dinero, que la trataba bien, y un hijo inteligente y adorable. Hubo un tiempo en que de verdad creyó que su vida era plenamente feliz. Pero ahora, al mirar a Patricia, sonriente y atenta, sirviendo comida para Armando y Gustavo, sintió que todo aquello se desmoronaba. Ella había llegado para cambiarlo todo. Silvia, en silencio, tomó un poco de comida para sí misma, pero de repente una oleada de náuseas la invadió. Dejó los cubiertos de golpe y salió corriendo hacia el baño, donde empezó a vomitar en seco. Armando, preocupado, se levantó dispuesto a ir a verla, pero Patricia, con expresión ansiosa, lo detuvo. Lo sujetó del brazo y sus ojos parecían a punto de desbordarse de preocupación. —Jefe Armando, ¿qué le pasa a Silvia? Armando la tranquilizó con voz suave. —Últimamente está así, no es nada, no te preocupes. Luego volvió la cabeza hacia Silvia y, con una sonrisa fría y sarcástica, añadió: —¿Y esta vez cuál es la excusa? ¿Resfriada? ¿O la comida de casa te parece mala? Silvia no respondió. Simplemente tomó un pañuelo y se limpió la comisura de los labios. "¿Si dijera que estaba embarazada, le creerían?" "Bah, ¿para qué decirles algo si de todos modos se marchará?" Mejor no arruinar la relación entre Armando y Patricia. Patricia, que no era más que una secretaria, aun así tuvo el descaro de reprocharle a su jefe y, en tono zalamero, dijo: —Señor Armando, no le hable así a Silvia. Tal vez de verdad se siente mal, ha adelgazado mucho últimamente. Dicho esto, se levantó, sirvió un vaso de agua caliente y se lo extendió a Silvia. —Silvia, ¿estás bien? Bebe un poco de agua. Ella seguía con náuseas y, menos aún, quería enfrentar esa cara. Molesta, apartó la mano de Patricia. No había usado fuerza, pero aun así Patricia aprovechó el impulso y el agua terminó derramándose sobre su propia mano. —¡Ah! —Patricia lanzó un grito de dolor. —¡Patricia! —¡Srta. Patricia! Armando y Gustavo se abalanzaron casi al mismo tiempo hacia Patricia, mirándole la mano con preocupación. La mano blanca de Patricia estaba enrojecida por la quemadura. Los ojos de Gustavo se llenaron de lágrimas, y su voz rebosaba angustia. —Srta. Patricia, ¿duele mucho? Patricia sonrió fingiendo fortaleza. —No pasa nada, Gustavo, fue culpa mía por no tener cuidado. No me duele. La mirada de Armando se volvió incandescente al posarse en Silvia. Su voz parecía hielo a punto de quebrarse. —¿Qué estás haciendo ahora? El corazón de Silvia dolía como si lo desgarraran. Se topó con la mirada triunfante de Patricia y, al ver a Gustavo delante de ella en actitud de protector, cerró los ojos con desesperación. —Yo no lo hice. "Pero, ¿cómo iban a creerle?" Llegó el médico de la familia. Armando sostuvo a Patricia y la dejó recostarse contra su pecho; en sus ojos profundos también se leía la decepción. —Silvia, has cambiado. La mujer que fuiste jamás habría hecho algo así por celos. "¿Había cambiado?" "Sí, había cambiado". La de hace diez años no se habría llenado el vientre de estrías por un parto natural, no se habría quedado con la piel apagada por las noches en vela. Y mucho menos habría dejado su trabajo para dedicarse por completo al hogar, solo para ser reemplazada por otra. Silvia, de repente agotada, se tragó las palabras que quería explicar y se dio la vuelta para subir las escaleras. Antes de entrar en la habitación, volvió la cabeza para mirar la caótica escena del piso de abajo y, por última vez, posó la mirada en el marido y el hijo que había amado como a su vida. Seguían igual, arremolinados en torno a Patricia, inseparables. Silvia sonrió con amargura, negó levemente con la cabeza y, con ternura, acarició su propio vientre. En su celular, programó una cuenta regresiva para marcharse. Luego, sin la menor vacilación, regresó a la habitación. A partir de ese día, no volvería a interferir en sus vidas.
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