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Despedida del AyerDespedida del Ayer
autor: Webfic

Capítulo 1

Cuando Lucía Sánchez se casó con Sergio Franco, ella tenía 22 años, y él, 32. No solo era mayor, también era más grande en muchos otros sentidos. Durante tres años de matrimonio, él la colmó de una ternura inagotable: todo lo que ella quería, él se lo daba. Si ella pedía estrellas, él se las bajaba; si quería la luna, él se la entregaba. La trataba como a un tesoro invaluable. Salvo por una cosa… Cada noche, pasada la medianoche, su deseo parecía no tener límites. Por más que ella llorara y le suplicara que parara, él apenas reía bajo y no la dejaba escapar. Lucía sabía que ese hombre tenía muchísimo dinero y también muchísimo amor… y todo era para ella. Hasta que llegó el día en que su padre falleció. Esa tarde, Lucía le marcó noventa y nueve veces. Él no contestó ni una sola. Justo después, recibió un mensaje de su mejor amiga junto con una foto: —Luci, ¿este no es tu "sugardaddy"? Lo acabo de ver en París, abrazado a una mujer en plena calle. Cuando abrió la imagen, sintió que el corazón se le congelaba. El hombre en la foto… era Sergio. Y la mujer… su propia tía.… ... Tres días después del funeral de su padre, Sergio por fin regresó a casa. Apenas abrió la puerta, vio a Lucía sentada en el sofá, con los ojos hinchados, el rostro sin color, y la figura tan frágil que parecía que se rompería con un suspiro. La culpa lo golpeó como una ola. Corrió hacia ella y la envolvió en sus brazos. —Luci —le susurró al oído—, tuve que volar de urgencia a París por una reunión… El cambio de horario hizo que no viera tus llamadas. Perdóname por no estar contigo en el funeral… —Dime qué quieres como compensación. Lo que sea, te lo doy. Lucía escuchó su explicación sin decir nada. Su cara no mostraba ninguna emoción, como una laguna muerta, sin una sola onda. No habló. Solo sacó de su bolso dos documentos, los abrió en la última página y se los entregó. —Sergi, quiero estas dos cosas. Fírmalo. Sergio, aliviado de que ella pidiera algo tan sencillo, tomó el bolígrafo y firmó rápidamente sin pensarlo dos veces. Cuando vio lo fácil que él había estampado su firma, los ojos de Lucía se enrojecieron. —¿Ni siquiera vas a leerlo? —preguntó con voz quebrada—. ¿No temes que lo que te pido sea demasiado caro? Sergio la abrazó con resignación y ternura. —Luci, somos esposos. Todo lo que tengo ya es tuyo… Y cuando nazca nuestro bebé, será de ustedes dos. —Bajó la cabeza, pegándola suavemente a su vientre—. Hoy te tocaba el chequeo, ¿verdad? ¿Nuestro pequeñito se ha portado bien? Déjame acompañarte, ¿sí? Lucía guardó silencio. No dijo que sí, pero tampoco lo rechazó. Sergio interpretó su silencio como un "sí", la ayudó a subir al carro, y juntos emprendieron el camino. Durante todo el trayecto, el ambiente dentro del carro era denso, casi asfixiante. Nadie hablaba. Justo cuando Sergio intentaba encontrar algún tema para aliviar la tensión, su celular empezó a sonar. —Sergi, ya regresé al país. Quiero verte —se oyó claramente la voz de Marta Pérez al otro lado de la línea. Lucía, sentada junto a él, escuchó cada palabra. Su mano se cerró en un puño sin que pudiera evitarlo. En la siguiente fracción de segundo, vio cómo Sergio colgaba la llamada de inmediato. —Luci, surgió algo de trabajo. ¿Puedes ir sola al chequeo? —dijo, mintiendo sin pestañear. Lucía no lo confrontó. Solo abrió la puerta del carro sin decir palabra. El viento helado le cortó la cara mientras levantaba la mano para parar un taxi. A medida que el carro avanzaba por las calles de la ciudad, los recuerdos golpearon su mente uno tras otro, como las luces que pasaban fugazmente por la ventana. Recordaba que, años atrás, había sufrido un accidente de carro. El conductor se había dado a la fuga, y la gente, por miedo a meterse en problemas, prefería hacerse la vista gorda. Ella, tendida en un charco de sangre, a punto de perder la conciencia, vio llegar a Sergio… como un milagro. Él la cargó entre sus brazos y la salvó. Desde ese día, Lucía se enamoró de ese hombre diez años mayor que ella. Para su fortuna, Sergio también se encariñó con ella. Tras un año de noviazgo, se casaron. Quizá por la diferencia de edad, Sergio siempre fue paciente, cariñoso, atento. Nunca discutieron. Nunca olvidó un aniversario. Cada fecha especial venía acompañada de un regalo o un detalle que la hacía sonreír. En su vida diaria, siempre se preocupaba por su bienestar, por su felicidad… Excepto en la cama. Lucía nunca entendió cómo era posible que, a sus treinta años, Sergio aún tuviera tanta energía. Tantas veces, en plena madrugada, terminaba llorando entre sollozos, suplicándole que parara… Y él solo respondía con besos interminables y una sonrisa traviesa. —Mi pequeña tontita, es porque te amo… —susurraba al oído—. Necesito mucho de ti, mi bebé, para que podamos traer a nuestro propio bebé al mundo. Cada noche, su vientre parecía hincharse un poco más… Hasta que, finalmente, en el tercer año de matrimonio, quedó embarazada. Tres días atrás, su padre, Ramón Sánchez, sufrió un infarto cerebral fulminante. Lucía corrió desesperada al hospital, solo para escuchar los débiles murmullos de su papá, que no paraba de preguntar: —¿Dónde está Sergio? ¿Cuándo llegará Sergio? Quiero ver a mi yerno antes de irme… Todos sabían que, en sus últimos momentos, Ramón solo deseaba asegurarse de que su hija quedaría en buenas manos. Así que familiares y amigos se apresuraron a buscar a Sergio por todos los medios. Lucía llamó una y otra vez hasta que su celular colapsó. Pero él… nunca contestó. Ramón murió con esa angustia, sin lograr despedirse de su yerno, con la tristeza grabada en el rostro. Lucía, ingenua, todavía quería creer que Sergio estaba ocupado con el trabajo. Hasta que, mientras todavía organizaba las pertenencias de su padre, recibió aquella foto enviada por su mejor amiga. La imagen la golpeó como un puñetazo en el estómago: su esposo, abrazado a su tía, Marta Pérez, en las calles de París. «¿Por qué…?» su mente se llenó de preguntas sin respuesta. Aturdida, sin saber qué pensar, se armó de valor y entró en la única habitación de la casa que Sergio siempre le había prohibido pisar: su estudio. En cuanto abrió la puerta, el frío la invadió de pies a cabeza. Dentro, cada rincón era un altar dedicado a otra mujer: fotos enmarcadas de Marta Pérez, cartas de amor perfectamente conservadas, regalos nunca entregados, y un diario de amor tan grueso como un diccionario, lleno de páginas que seguían escribiéndose hasta el día de hoy. Fue a través de esas páginas que Lucía entendió toda la verdad. Sergio solo había tenido dos grandes amores en su vida. Uno… era ella. El otro… Marta Pérez, su tía. Habían sido novios de escuela. Una relación intensa que duró diez años, llena de momentos inolvidables. Durante su mejor época juntos, él había cruzado el Atlántico a su lado, se habían perdido entre la espesura del Amazonas, y habían sellado su amor besándose bajo la luz dorada de las montañas nevadas de los Andes. En sus peores momentos de odio, Sergio había roto joyas de millones de dólares solo por despecho; después de su ruptura, había dejado el orgullo de lado y volado al extranjero para intentar recuperarla; y cuando se enteró de que ella tenía un nuevo amor, se emborrachó hasta vomitar sangre por una úlcera estomacal. Toda la primera mitad de su vida, cada alegría, cada tristeza, cada locura… siempre habían girado alrededor de Marta Pérez. Y ahora, Lucía entendía la verdad más cruel: él nunca la había amado realmente. Solo la había buscado porque, tras perder a Marta, necesitaba un sustituto. ¿Y quién mejor que su sobrina, que tenía una cara casi idéntica a la de su primer amor? Por eso, había planeado aquel accidente de carro, ese mismo en el que ella casi pierde la vida, solo para que terminara dependiendo de él, creyendo que el destino los había unido. Por eso, noche tras noche, la buscaba sin tregua, desesperado por embarazarla. Pero no quería un hijo que se pareciera a Lucía… quería un hijo que se pareciera a Marta. «Todo era una mentira» pensó Lucía, sintiendo cómo el alma se le rompía en mil pedazos. «El dolor era falso. El amor era falso. Hasta su ternura… todo, absolutamente todo, era una mentira.» Él la había engañado de la manera más cruel y despiadada. Lucía era joven, sí, pero también sabía que para darle espacio a un nuevo amor, primero tenía que limpiar su corazón. Y sobre todo, que ella no era, ni sería jamás, el reemplazo de nadie. «Yo soy Lucía Sánchez» se repitió para sí misma, con los ojos ardientes. «Soy única. No la sombra de nadie.» Pero desde el principio… desde aquel fatídico encuentro… Sergio ya había empezado a mentirle. Así que, en justicia, ella también le había devuelto la jugada. Lo que él no sabía era que, hace apenas unos minutos, al firmar esos papeles sin siquiera leerlos, había sellado dos cosas: Uno, su divorcio. Y dos… la autorización para interrumpir el embarazo. Lucía respiró hondo, sintiendo cómo la determinación endurecía su pecho. Ella no sería la madre de un hijo concebido como una copia de otro amor. No lo permitiría. Sin dudarlo, caminó hacia el hospital, se dirigió al consultorio y entregó el documento en el mostrador. —Hola —dijo, su voz temblando apenas—. Vengo a interrumpir este embarazo.
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