Capítulo 1
En plena noche, Andrea Herrera llegó al hogar de los Jiménez con el rostro pálido.
—Señora Gómez, usted me dijo antes que Manu ha estado enamorado de mí desde que éramos niños, ¿es verdad?
Elena no entendía por qué Andrea había decidido aparecer a esas horas, pero la emoción la embargó de inmediato. Agarró sus manos con entusiasmo y respondió, —¡Por supuesto que es verdad! Si no me crees, puedo llevarte a su habitación y lo entenderás todo. Este muchacho ya tiene 27 o 28 años, tiene muchas jóvenes detrás de él, pero nunca ha querido tener novia. Yo incluso llegué a pensar que tal vez no le interesaban las muchachas… pero aquel día que entré a su cuarto lo entendí todo. Él siempre ha querido casarse contigo.
Elena continuó, emocionada, —Además, tiene sentido. Él es muy amigo de tu hermano y te ha visto crecer. Eres tan encantadora que debí haberlo adivinado desde el principio…
Mientras hablaba, Elena tiraba suavemente de Andrea hacia la habitación de Manuel, pero esta detuvo sus pasos justo a tiempo.
—Señora Gómez, si Manu de verdad me quiere… entonces yo estoy dispuesta a casarme con él.
—¿¡De verdad!? ¡Qué alegría, qué alegría! Ahora mismo le llamo, no, espera, primero hablemos de la fecha de la boda.
Los ojos de Elena brillaban con una alegría que no podía contener. Tomó rápidamente un calendario y comenzó a revisar fechas, como si temiera perder a su futura nuera.
Andrea esbozó una leve sonrisa, —Señora Gómez, que sea este día: el ocho de diciembre.
Elena revisó rápidamente los detalles del calendario, y su sonrisa se hizo aún más amplia.
—¡Ay, qué buen día! Es perfecto y está tan cerca, solo falta un mes. ¡Andre, tienes un ojo excelente para escoger fechas!
Andrea sonrió con discreción. En realidad, no había sido una elección al azar; ese día… era también el día en que Ramón Herrera se casaría.
Elena siguió hablando animadamente durante un buen rato antes de, con cierta reticencia, despedir a Andrea en la puerta de la mansión.
El camino frente a la casa, húmedo por una reciente lluvia, estaba lleno de vida.
Algunos transeúntes paseaban en grupos pequeños a lo largo del río, caminando sin prisa, mientras que de vez en cuando, un grupo de niños pasaba corriendo y jugando cerca de Andrea.
Esa pequeña parecía estar tan absorta en su juego que, sin querer, chocó contra Andrea, haciéndola retroceder unos pasos tambaleándose.
Inmediatamente, un muchachito, un poco mayor que la niña, corrió hacia ellas con una expresión preocupada, —Perdón, señorita. Mi hermana no quiso chocarla. Yo le pido disculpas en su lugar.
Andrea se quedó sorprendida por un momento, pero luego negó con la cabeza y sonrió con suavidad.
—No te preocupes, está bien. Pueden seguir jugando.
Los dos niños, al notar que Andrea no estaba enojada, se miraron aliviados antes de reanudar sus risas y correr nuevamente hacia el horizonte.
Mientras observaba a los dos hermanos alejarse, con su alegría contagiosa y complicidad evidente, una ola de melancolía cruzó los ojos de Andrea. Por un instante, recordó a alguien que, en otro tiempo, también la había protegido de esa manera.
Tenía seis años cuando su vida cambió drásticamente. Sus padres fallecieron en un accidente automovilístico, dejándola sola en el mundo. Fue entonces cuando los amigos más cercanos de sus padres la llevaron a vivir con ellos, a la casa de los Herrera.
Sin embargo, con los padres adoptivos enfocados en sus carreras, la responsabilidad de cuidar de Andrea recayó completamente en su hermano mayor, Ramón Herrera, quien le llevaba siete años de ventaja.
Ramón no dudaba en posponer reuniones importantes para acudir al colegio cuando alguien la molestaba. Era él quien le preparaba agua de panela en los días fríos y quien, durante las noches de tormenta, le cubría los oídos mientras le contaba cuentos para calmarla.
En realidad, Andrea no fue criada por sus padres adoptivos, sino por Ramón.
Y sin darse cuenta de cuándo, el cariño que sentía por él cambió.
Aquella admiración inocente se transformó en algo más profundo, algo que ella nunca se atrevió a confesar. Las palabras que no podía pronunciar se plasmaban en su cuaderno de dibujos: cientos de retratos de Ramón, cada uno con la misma frase escrita en un rincón del papel: Ramón Herrera, me gustas.
Pero todo se derrumbó hace tres meses, una noche que Andrea jamás olvidaría. Ramón descubrió su secreto.
La escena seguía viva en su memoria. Ramón, con el rostro tenso de rabia, apretaba los bocetos entre sus manos, sus nudillos blancos por la fuerza con que los sostenía. De repente, los lanzó contra ella. Las hojas volaron, y los bordes afilados de algunos papeles le rasgaron el rostro, pero fue su corazón el que más se desgarró.
Las lágrimas inundaron sus ojos, nublando su vista mientras el eco de la voz furiosa de Ramón llenaba el cuarto. Era la primera vez que lo veía tan enojado, y también la primera vez que sintió que había perdido algo que nunca podría recuperar.
—Andrea Herrera, te he cuidado todos estos años, no para que desarrolles este tipo de pensamientos tan repugnantes. ¡Soy tu hermano! ¡Te llevo siete años! Esto es una completa falta de moral.
La voz de Ramón resonaba como un martillo en su mente, sus palabras cortantes perforando cada rincón de su corazón. Pero eso no fue lo peor, —Además, ya tengo a alguien que me gusta.
Unos días después, Ramón apareció en casa con su novia.
Andrea había imaginado cientos de veces cómo sería la persona que él amaba, pero jamás pensó que sería Alicia Vargas, su compañera de cuarto en la universidad.
Cuando empezaron la carrera, Alicia se presentó como una joven proveniente de una región pobre, con una vida llena de carencias. Durante los cuatro años de universidad, Andrea la ayudó en todo lo que pudo: le prestaba ropa, la invitaba a comer a la casa de los Jiménez y la trataba como una hermana.
Pero, a pesar de esa cercanía con Andrea, entre Alicia y Ramón no había más que un saludo ocasional. ¿Cómo era posible que de repente fueran pareja?
Andrea no podía creerlo. Se aferraba a la esperanza de que todo fuera un montaje, un intento desesperado de Ramón por alejarla de él.
Sin embargo, esa esperanza se fue desmoronando con cada acusación falsa de Alicia hacia ella, y con cada ocasión en que Ramón decidía creerle.
La noche en que anunciaron su matrimonio fue el punto final. Ramón, por primera vez, la echó de la casa que siempre le había dicho que sería su hogar.
Con el rostro frío y sombrío, Ramón se quedó en la puerta de la casa, cruzado de brazos, —Sal afuera y quédate castigada dos horas. Si vuelve a ocurrir algo así, no te molestes en regresar.
Andrea recordó con dolor las palabras que Ramón le dijo alguna vez mientras acariciaba su cabello: "Donde esté tu hermano, siempre será tu hogar". Pero ahora, por Alicia, él había traicionado esa promesa.
Claro, Ramón estaba construyendo su nueva vida, su nuevo hogar, un hogar donde ella ya no tenía cabida.
Andrea reprimió las lágrimas y ocultó la tristeza en sus ojos.
Mientras se disponía a subir las escaleras de la entrada, una voz helada la sorprendió desde lo alto.
—Te dije que te quedaras castigada dos horas afuera. Te desapareciste toda la noche. ¿Es que ahora piensas no volver nunca más?
Andrea se detuvo en seco.
Sin levantar la vista, respondió en un susurro.
—Sí.
No volvería nunca más.