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Capítulo 8

No se sabía cuánto tiempo había pasado, cuando un chirrido de sirenas desgarró el cielo. Sofía había sido rescatada. En el hospital le atendieron rápidamente las heridas, pero ella rechazó la recomendación de quedarse internada. Regresó sola al castillo vacío. Ese lugar que Víctor, en otro tiempo, había diseñado personalmente y supervisado en obra solo para hacerla feliz. Nancy apenas llevaba allí dos meses, y ya todo estaba impregnado de sus huellas de vida. El vestidor y la sala de música, que antes pertenecían a Sofía, estaban abarrotados de trastos. Incluso aquella talla en madera que Sofía había hecho con sus propias manos para Víctor y que él había jurado guardar de por vida, ahora yacía torcida y abandonada en el suelo. En su momento, con los ojos enrojecidos, él había prometido atesorarla siempre. Sofía miró el cielo ennegrecido del exterior y dejó escapar una risa amarga. Había pasado ya un día y una noche. Víctor seguía al lado de Nancy. Ella sonrió con indiferencia, limpió la sangre de la comisura de sus labios y depositó tres cosas en el buzón frente al castillo. La primera... Era el informe de análisis del polvo aromático de aquel ramo que Nancy le había regalado el día anterior. Con solo abrirlo, él descubriría que la furia de los tigres y lobos aquella noche no había sido un accidente, sino provocada. Dentro de ese ramo se habían colocado especias que inducían al frenesí más absoluto. La segunda... Era el informe médico recién realizado en el hospital, donde constaba que Sofía había perdido a su hijo. En el momento en que él había elegido salvar a Nancy. En el instante en que él había contemplado, con los ojos abiertos, cómo el agua helada del mar la cubría. En el momento en que, para proteger a Nancy, ella había sufrido noventa y nueve latigazos. Era la segunda vez que, por Nancy, él mataba indirectamente a su hijo. La tercera... Era aquel anillo de diamantes roto. El mismo que Víctor había escogido y tallado personalmente en África hacía cinco años, cuando le pidió matrimonio. Un diamante pulido trece millones de veces, a lo largo de medio año. Un amor tan puro y tan firme que en su día había conmovido a toda Bahía del Silencio. El hombre que la había adorado como a un tesoro en la punta de su corazón había sido él. El hombre que había hecho promesas en el altar, asegurando amar a Sofía para toda la eternidad, había sido él. Pero también había sido él quien, por proteger a Nancy, había dejado que sus ojos enfermos quedaran sin tratamiento durante demasiado tiempo. El mismo que, por aquella absurda "compensación" de Nancy con el espectáculo de bestias, la había lanzado a un destino sin retorno. El que había contemplado cómo ella sufría diez inmersiones en el agua y noventa y nueve latigazos, también había sido él. Ese amor ardiente y abrasador se había consumido hacía ya tiempo en las incesantes temporadas de lluvia de Bahía del Silencio, hasta convertirse en un poco de carbón apagado. En estos cinco años, por mucho que discutieran, Sofía jamás se había quitado el anillo. Ahora, para Víctor, había llegado el momento de devolvérselo. El estruendo de un helicóptero retumbó desde el cielo. Sofía entrecerró los ojos y levantó la vista: una cara familiar la miraba apoyando la cabeza en la ventanilla. —¿Todavía no te vas, Alicia? Ella permaneció inmóvil unos segundos, y de pronto sonrió mientras le preguntaba: —¿Tienes un encendedor, Nicolás? Nicolás silbó y le lanzó una cajita de fósforos. —Solo esto. Sofía asintió. —Es suficiente. Conteniendo el dolor que la recorría, avanzó paso a paso hacia el castillo. Allí había germinado su amor, pero entre mentiras y traiciones repetidas se había marchitado y extinguido. Encendió una cerilla y la arrojó dentro. Con un "¡boom!", las llamas se propagaron de inmediato por todo el castillo. Aquel "hogar" cálido y acogedor se transformó, en ese instante, en una prisión infernal. —Adiós para siempre. Murmuró Sofía, y sin vacilar se dio la vuelta, subió al helicóptero y partió. El motor rugió, su ropa ondeaba con fuerza en la oscuridad, mientras el aparato se dirigía hacia el otro lado del océano. Al mismo tiempo, Víctor, al enterarse de que Sofía había sido rescatada, conducía a toda velocidad de regreso. En tierra y en el aire, dos líneas rectas absolutamente opuestas, destinadas a no cruzarse jamás.

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