Capítulo 4
—Esto es un hospital, está prohibido hacer escándalos. —La voz de Santos sonó fría, sin el menor atisbo de emoción. —Tengo que ir a trabajar.
Se dio la vuelta y se dispuso a entrar.
En ese momento, de entre la multitud, apareció un hombre totalmente ebrio, con los ojos inyectados en sangre, que blandía una botella vacía y apuntó a Santos mientras lo insultaba.
—¡Santos, eres un médico inútil! Aquella vez te pedí que operaras a mi madre antes que a los demás, pero tú insististe en que debía esperar su turno; por tu culpa, tuvo que esperar una semana más. Me hiciste gastar tanto dinero... ¡Deberías morirte!
El hombre, totalmente fuera de sí, lanzó la botella con furia hacia Santos mientras gritaba.
Justo cuando la botella volaba en el aire, una figura se abalanzó rápidamente sobre él.
—¡Tío Santos, cuidado!
Era Braulio, quien se interpuso usando su propio cuerpo para proteger a Santos.
¡Pum! ¡Crash!
La botella rozó a ambos y se hizo trizas contra el suelo, dispersando fragmentos de vidrio. Uno de los vidrios alcanzó el cuello de Braulio, causándole una pequeña herida.
Al mismo tiempo, Braulio, con fuerza, empujó a Santos; este, sorprendido, cayó pesadamente al suelo.
Un dolor punzante atravesó la palma de su mano izquierda. Santos aspiró aire con dificultad, luchando contra el dolor.
Al mirar su mano, vio que un gran fragmento de vidrio se había incrustado profundamente en su palma, de la que ya emanaba sangre.
—¡Braulio! —Regina ni siquiera miró a Santos; su atención estaba completamente volcada en Braulio, quien se sujetaba el cuello herido y gemía de dolor.
Regina, como una leona enfurecida, primero tumbó al hombre de un golpe con sus tacones, luego recogió cuidadosamente a Braulio y lo abrazó.
—Braulio, ¿cómo puedes ser tan tonto? ¿Acaso tu vida no importa? —dijo con voz temblorosa y llena de angustia.
Braulio, presionando su cuello y con los ojos llenos de lágrimas de dolor, apenas lograba controlarse.
—Yo... Yo no lo pensé mucho. Mientras tío Santos estuviera bien... Si tío Santos resultaba herido, tú te pondrías triste, y yo no quiero verte triste...
Ese "sacrificio" y esa muestra de atención dieron justo en el blanco del corazón más blando de Regina.
Cuando Santos consiguió ponerse de pie, Regina finalmente le dirigió una mirada fugaz.
Pero fue solo una mirada antes de decir apresurada: —Santos, Braulio está herido, primero lo llevaré a que lo desinfecten. —Ni siquiera notó la sangre que caía de los dedos de Santos y, antes de que él pudiera decir algo, Regina ya abrazaba a Braulio y, abriéndose paso entre la multitud, se apresuraba hacia urgencias.
Santos se quedó solo, de pie en el mismo sitio, mientras la sangre roja se iba esparciendo bajo sus pies.
Con la cara impasible, Santos bajó la mirada, tomó el vidrio incrustado en su palma, y de un tirón lo arrancó apretando los dientes, haciendo que la sangre salpicara las carísimas rosas que yacían en el suelo.
¿Acaso dolía?
El dolor físico, comparado con el vacío muerto en su corazón, ¿qué podía importar ya?
Como un cuerpo sin alma, Santos se cubrió la mano herida y, paso a paso, siguió a Regina y Braulio en dirección a urgencias.
Buscó durante mucho tiempo en la sala, pero no vio ni rastro de Regina ni de Braulio, hasta que escuchó unos sonidos sugestivos desde un cuarto cercano.
Un pensamiento aterrador lo dejó paralizado.
Se acercó lentamente y miró por la ventanilla de la puerta.
Dentro, la expresión de Regina era de deseo y embeleso; sacó la lengua y lamió suavemente la herida, casi curada, en el cuello de Braulio.
—Mmm... —Gimió Braulio, su cuerpo se arqueó involuntariamente.
—Tía Regina... —Jadeó—. El tío Santos también se asustó hace un rato, ¿no quieres... Ir a ver cómo está...?
Pero los besos de Regina no se detuvieron, siguieron descendiendo por su cuello hasta la clavícula y el pecho de Braulio.
—Shhh... —La voz de Regina era suave y cargada de deseo. —Cuando se hace el amor, hay que concentrarse, olvídate de los demás.
Su boca siguió bajando hasta la entrepierna de Braulio.
—Tía Regina, no... Ahí... Está sucio... —Braulio intentaba simular rechazo, pero respiraba cada vez más agitado y solo de forma simbólica intentó apartar la cabeza de Regina.
Regina levantó la mirada, con una sonrisa en los labios.—¿Quieres... O no quieres?
La cara de Braulio se tiñó de rojo, pero sus piernas se abrieron inconscientemente y, mordiendo los labios, susurró: —¡Sí, quiero!
Regina soltó una risa baja y volvió a inclinarse sin dudarlo.
¡Argh!
Incapaz de soportarlo más, Santos sintió que el estómago se le revolvía; se tapó la boca y salió tambaleándose hacia el baño al final del pasillo.
¡Bang!
Cerró de un portazo la puerta del cubículo, se arrodilló junto al inodoro y vomitó con desesperación.
La bilis y el jugo gástrico le quemaban la garganta, mientras las lágrimas cubrían su cara pálida.
Recordó tiempos lejanos.
Aquel verano adolescente, bajo la luz mortecina de un farol, Regina, joven y nerviosa, con las manos empapadas de sudor tras noventa y nueve intentos, finalmente reunió el valor para tomar la mano de Santos con sumo cuidado.
La luz del farol fundía las sombras de Santos y Regina en una sola. Ella lo miró con una expresión transparente y devota.—Santos, ya te tomé la mano, y en esta vida jamás la soltaré.
Santos sabía que Regina tenía una obsesión casi enfermiza por la limpieza; nunca permitía que otro hombre se le acercara, mucho menos tocarla.
Regina le había besado la clavícula, el abdomen, la espalda, y él pensaba que eso era un privilegio reservado solo para él.
Ahora entendía lo equivocado que estaba.
El amor llevado al extremo también podía hacer que Regina lo perdiera todo por otro hombre, incluso la dignidad.