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Capítulo 7

Daniel entró acompañado de un grupo de personas, trayendo una tras otra regalos de valor incalculable. Un collar de diamantes rarísimo, cuadros de grandes maestros, e incluso el título de propiedad de una isla privada. Toda la sala se quedó boquiabierta. —¿Todo esto lo ha enviado el señor José? —Dicen que en la subasta, el señor José le compró casi todo a Patricia. Ahora viene a traerle regalos; está claro que ella tiene todo su favor. Muchos invitados miraban a Rosa de reojo, con lástima. Aunque era más guapa y de mejor familia, todos coincidían en que había perdido. Rosa dejó la copa y salió hacia la terraza. El aire nocturno era fresco; acababa de tomar aire cuando escuchó la voz de Patricia a sus espaldas: —¿Por qué estás aquí sola? Sin público, sin padre, Patricia por fin se quitó la máscara. —Papá me contó que vas a casarte con ese tal Carlos. —Sonrió, dulce y venenosa al mismo tiempo. —Qué pena, ¿no? Hace años tu madre perdió frente a la mía; ahora tú también pierdes conmigo. Rosa se giró de golpe: —¿Cómo has dicho? Patricia se acercó y, como un veneno, le susurró: —Tu madre se merecía morir en el parto, ella... —¡Crack! Un sonoro bofetón rompió el aire. Pero la que se había abofeteado era Patricia, no Rosa. Al instante, Patricia rompió a llorar, retrocedió y cayó justo en los brazos de José, que llegaba apresurado. —No fue culpa de Rosa. —Sollozó Patricia, cubriéndose la cara. —Fui yo la que la provoqué. En ese momento, Miguel y los invitados llegaron también, y todas las miradas de reproche se dirigieron a Rosa. —¡Rosa! —Bramó Miguel. —¿Es que no tienes educación? Y los comentarios de los invitados eran como cuchillas. —Qué cruel. Y hoy es el cumpleaños de la señorita Patricia. —Al fin y al cabo, Rosa perdió a su madre muy joven; sin educación, por eso es tan rencorosa. Rosa contempló aquella escena calculada y, de pronto, se echó a reír. Avanzó decidida, y ante todos, abofeteó con fuerza a Patricia. —Que quede claro. —Dijo, rompiendo su copa. —Esta bofetada sí te la doy yo. Al girarse para marcharse, alcanzó a ver a José abrazando los hombros de Patricia, con la mirada tan fría como el hielo. En el sendero del jardín. Rosa acababa de llegar a la esquina cuando una mano la sujetó con fuerza por la muñeca. José la apretaba tan fuerte que sentía que le partía el hueso. —Rosa. —Su voz era baja, cargada de ira contenida. —¿Qué pasa? —Le respondió ella, mirándolo con sorna. —¿Le di una bofetada y ahora me vas a dar noventa y nueve tú? Los ojos de José se contrajeron. "¿A qué viene eso?" "¿Será que lo sabe?" "No puede ser, fui muy cuidadosa." José aflojó un poco la presión, pero seguía con el ceño fruncido: —Tienes de todo, ¿por qué sigues maltratando a Patricia? Rosa soltó una carcajada áspera, casi como un llanto: —¿Yo tengo de todo? ¡Ella dijo que mi madre merecía morir! Ella llegó y se quedó con mi habitación, mis juguetes, mi dinero, mi padre, incluso la plaza para irme a estudiar fuera. ¡Todo! Era la primera vez que José la oía decir tanto. A la luz de la luna, los ojos de Rosa estaban llenos de lágrimas, pero se negaban a caer. La voz de José sonó aún más fría: —Yo escuché que Patricia era la que peor lo había pasado. Rosa lo apartó de un tirón y se marchó: —Cree lo que quieras. Justo antes de subir al carro, José habló de nuevo: —Voy a pedir unos días libres. —Haz lo que quieras. —Contestó Rosa, cerrando la puerta sin mirar atrás. El carro negro avanzó un trecho, hasta que ella ordenó al conductor: —Da la vuelta. Cerca de Casa Navarro, vio cómo José se subía a un Rolls-Royce. Rosa pidió al chófer que lo siguiera de lejos. Finalmente, se detuvieron ante un exclusivo estudio de tatuajes. A través del ventanal, vio a José desabrocharse la camisa, dejando al descubierto su torso. El tatuador le preguntó algo, y él señaló el centro de su pecho, pronunciando una palabra que, por la forma de sus labios, era Patricia.

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