Capítulo 10
Al decir eso, se dio la vuelta, subió las escaleras y regresó a su habitación.
A la mañana siguiente, cuando apenas amanecía, la pantalla del celular de Amelia se iluminó con un mensaje largamente esperado.
Su visa para salir del país, por fin, había sido aprobada.
Con movimientos ágiles, levantó la maleta que tenía preparada desde hacía tiempo y, sin dudarlo, abrió la puerta.
Apenas bajó las escaleras, vio a Gabriel, erguido y apuesto, entrando con el grupo que daba la bienvenida al Año Nuevo.
Por petición de Raquel, esta vez la ceremonia se realizó con un lujoso vestido y un velo que cubría por completo la cara de la novia.
Gabriel no podía ver la cara bajo el velo, asumía que era Amelia.
Se acercó, tomó la mano de la novia y, tal vez porque era el día de la boda, su voz, normalmente fría y distante, sonó inusualmente suave. —No tengas miedo. Estoy aquí.
Amelia observaba todo desde las sombras de la escalera, en completo silencio y con el corazón en calma.
"Gabriel, oh Gabriel..."
"Como un heredero que siempre se ha regido por la disciplina, lo que te conviene es una mujer amable y comedida".
"En esta vida, si al levantar el velo descubres que la novia ha sido reemplazada, supongo que incluso te alegrarás".
"Este es mi gran regalo para ti. No necesitas agradecerme".
Una vez que Gabriel se llevó a la novia, y Sergio y Belén, también llenos de alegría, lo acompañaron al lugar de la ceremonia, toda la mansión quedó en completo silencio.
Amelia bajó las escaleras lentamente con su maleta y salió por la puerta.
Detuvo un taxi, abrió la puerta y subió.
—Señorita, ¿a dónde la llevo? —preguntó el conductor con entusiasmo.
Amelia no respondió de inmediato.
Sacó de su bolsillo un control remoto del tamaño de la palma de su mano, y su mirada se dirigió hacia la mansión, que bajo la luz de la mañana se veía especialmente majestuosa.
Ese lugar, alguna vez, fue el hogar diseñado por su madre con sus propias manos.
Lamentablemente, su madre había fallecido muy temprano, y aquel lugar ya había sido mancillado por su padre, Belén y Raquel, convirtiéndose en una jaula repugnante para ella.
Su mirada se tornó fría y, sin la menor vacilación, presionó el botón rojo del control remoto.
Se oyó un estruendo.
Un sonido ensordecedor que estremecía el corazón.
Los explosivos colocados alrededor de la mansión estallaron al mismo tiempo, y una enorme bola de fuego se elevó hacia el cielo.
El denso humo se arremolinó, devorando en un instante aquella construcción que cargaba con innumerables recuerdos dolorosos, la onda de calor era tan intensa que incluso el taxi, a cierta distancia, vibró levemente.
El conductor, sobresaltado por la explosión repentina, casi soltó el volante. Con la cara pálida, preguntó de forma servil: —¡Señorita, esa era su casa, ¿verdad?! ¿¡Explotó!?
Amelia retiró la mirada con calma, se abrochó el cinturón de seguridad y, con un tono tan indiferente como si hablara del buen clima, respondió: —Sí. Yo la hice explotar.
—La casa que mi madre diseñó con sus propias manos terminó siendo usada por mi padre para mantener a su amante y a su hija ilegítima. Me repugna. Que explote, así no queda nada.
Volteó a mirar al conductor, que había quedado atónito, y dijo con claridad: —Vámonos. Al aeropuerto.
El conductor miró por el retrovisor aquella cara hermosa, pero excesivamente serena, luego volvió a mirar las ruinas envueltas en llamas a lo lejos. Tragó saliva, lleno de incredulidad y con una pizca de admiración inexplicable en los ojos.
—¡Claro!
Reunió sus pensamientos y pisó el acelerador, conduciendo a toda velocidad en dirección al aeropuerto.
A través de la ventanilla, la ciudad pasaba rápidamente hacia atrás, mientras el resplandor del fuego, que teñía de rojo medio cielo, quedaba cada vez más lejos.