Capítulo 7
Rosa detuvo un auto al borde de la carretera y regresó a casa con dificultad.
Apenas cruzó la puerta, vio una escena que le desgarró el corazón.
Nancy estaba acurrucada en el sofá, envuelta en una manta, como un gatito herido.
Bruno permanecía a su lado, alimentándola con cuidado, cucharada a cucharada, con una medicina caliente.
Al percibir a Rosa por el rabillo del ojo, Bruno levantó la vista hacia ella; su mirada, afilada como una cuchilla, rebosaba un odio casi tangible.
—¿Todavía te atreves a volver? —Daniel avanzó a grandes pasos y le dio una cachetada con fuerza.
Rosa sintió que todo le daba vueltas y casi perdió el equilibrio.
—Sé que no te agrada que Nancy haya vuelto al país, pero al fin y al cabo es tu hermana. ¿No temes asustarla haciendo esas bromas tan crueles?
—¡Si Bruno no hubiera llegado a tiempo, habrías causado una desgracia!
Nancy se regocijaba en su interior, aunque fingía compasión al decir: —Papá, no la golpee, ¿sí? Mire, estoy bien.
—¡No la defiendas! —El pecho de Daniel subía y bajaba con violencia; estaba claramente furioso.
Rosa permaneció inmóvil, con un zumbido ensordecedor en los oídos.
Un segundo después, Bruno, que había estado callado todo el tiempo, finalmente habló.
—Discúlpate con Nancy —dijo el hombre con una voz autoritaria.
Rosa apretó los dientes.
No sabía de dónde sacó el valor, pero se atrevió a replicar: —No voy a disculparme.
Cuando los secuestradores la habían torturado, ella ya lo había comprendido.
El secuestro había sido planeado por Nancy, con el único propósito de culparla a ella y reforzar su reputación de malvada.
Ella no había hecho nada malo. ¿Por qué tendría que disculparse?
Nancy suspiró y, fingiendo magnanimidad, dijo: —Déjalo, Bruno. No lo hizo a propósito. No quiero que esto destruya lo que tenemos...
—¿Te parece exagerado pedirle que se disculpe cuando casi te mata? —Bruno la miró fijamente; el desprecio en su mirada se intensificó aún más.
¿En qué momento se había vuelto Rosa tan salvaje e indomable?
Daniel también se enfureció por la obstinación de Rosa.
La agarró del brazo y, como si fuese un polluelo, la arrastró hasta colocarla frente a Nancy. Solo cuando Rosa soltó un gemido de dolor se dio cuenta de que su brazo estaba cubierto de quemaduras.
Daniel arrugó la frente con fuerza.
Estaba a punto de preguntar qué había pasado cuando Bruno intervino con una voz helada: —Te hiciste eso para incriminar a Nancy. Rosa, realmente eres malvada.
Al oírlo, la confusión de Daniel se disipó al instante, reemplazada por una ira aún más feroz.
Apretó con fuerza los hombros de Rosa, obligándola a doblar las rodillas hasta que cayó pesadamente al suelo.
—¡Veo que ya no te importa esta familia ni me consideras tu padre!
Rosa levantó la cabeza con rigidez y se encontró de lleno con la mirada gélida de Bruno.
Él sostenía a Nancy en sus brazos, mirándola desde lo alto como un juez ante un criminal, mientras ella permanecía de rodillas, humillada, con la dignidad hecha trizas.
La obstinación en los ojos de Rosa provocó en Bruno una extraña incomodidad.
Repitió con frialdad: —Solo tienes que disculparte con Nancy y todo esto quedará en el pasado.
Rosa, al oírlo, soltó una risa amarga.
Con los ojos enrojecidos, lo miró fijamente y dijo: —Te lo repito: no voy a disculparme. Si quieres matarme o torturarme, hazlo.
Bruno quedó perplejo; el poco rastro de compasión que quedaba en su mirada desapareció por completo.
Lo que siguió fueron los golpes y los insultos incesantes de Daniel.
Rosa, ya débil de por sí, no tardó en desplomarse en el suelo, como un perro herido, perdió el conocimiento.
...
Rosa no supo cuánto tiempo había permanecido inconsciente.
Cuando despertó, la sala estaba completamente vacía.
Aguantando el dolor punzante que le recorría el cuerpo, se apoyó en el sofá para ponerse de pie y, tambaleándose, regresó a su habitación.
Volvió a revisar su equipaje por última vez.
Justo antes de cerrar la maleta, la voz de Nancy resonó a sus espaldas. —¿Te gusta el regalo de despedida que te preparé? —Nancy estaba apoyada en el marco de la puerta, con una sonrisa cargada de desprecio en los labios—. En realidad, quería invitarte a mi fiesta de compromiso, para que nos dieras tu bendición. Pero papá no quiso. Dice que eres la vergüenza de la familia. No soporta tenerte aquí ni un segundo más.
—Rosa, una vez que te vayas, no regreses jamás. Después de todo, sin ti, esta familia por fin estará completa.
—Y gracias, por cierto, por haber sido el juguete gratuito de mi marido durante dos años. Así no se sintió tan solo en mi ausencia.
Rosa apretó los labios sin decir palabra.
Cerró la maleta.
Y con ella, selló también la última pizca de apego que le quedaba hacia aquella casa.
Al amanecer del día siguiente, Rosa abordó el avión que la llevaría al extranjero.
Se fue con determinación.
Antes de subir, eliminó sin vacilar todo contacto con Bruno.
El avión surcó el vasto cielo, dejando tras de sí una estela blanca, poniendo un punto final a su pasado insoportable.