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Capítulo 5

Con las habilidades de Clara, evitar a la familia Jiménez habría sido lo más fácil del mundo. Clara mostró una sonrisa calculadora: —Si los dejé caer en la trampa, fue porque tenía mis propios motivos. Antes de que Felipe pudiera hacerle alguna pregunta, un grito desgarrador resonó desde la pista de baile. Alguien exclamó: —¡Parece que alguien se desmayó! ¡Creo que ha muerto! La música ensordecedora se detuvo de golpe, y las parejas que bailaban con desenfreno se dispersaron rápidamente del centro del salón. Una joven se arrodilló junto a su acompañante, que yacía inmóvil en el suelo, y rompió en un llanto desesperado. El personal del club reaccionó con rapidez y llamó a emergencias. Clara se colocó una mascarilla y caminó hacia la multitud. Con dos dedos, revisó el pulso del paciente. El hombre apenas respiraba; su rostro se había tornado morado y su cuerpo lucía inerte, sin vida. La chica, presa del pánico, seguía llorando y gritaba entre sollozos: —¡Julio, despierta, por favor! ¡Despierta! ¡No me hagas esto! Clara, con un tono frío e impaciente, la reprendió: —Aún no está muerto, y deja de hacer ruido. La joven se quedó muda al instante. Mientras examinaba al hombre, Clara preguntó: —¿Tiene alguna enfermedad del corazón? La chica negó con la cabeza: —No lo sé. Estábamos bailando, y se veía bien... De repente dijo que le dolía el pecho y que no podía respirar. Antes de que pudiera preguntarle más, se desplomó así. Clara no hizo más preguntas. Con un solo movimiento, rasgó la camisa del hombre, dejando su pecho al descubierto. Sacó su bolígrafo especial y, con un giro hábil, hizo que del extremo cayera un pequeño puñado de finas agujas plateadas. Ante la mirada de todos, Clara comenzó a insertar las agujas en puntos específicos del pecho y del abdomen del hombre con movimientos ágiles y precisos. El bullicioso club quedó en un silencio sepulcral. Todos observaban con asombro a aquella joven esbelta, de rostro oculto tras una mascarilla, preguntándose qué estaba haciendo. Felipe, que había seguido a Clara, levantó la voz y ordenó al público: —¡Retrocedan! ¡Dejen espacio y aseguren la ventilación! Lorenzo, ¿cuánto falta para que llegue la ambulancia? —Cinco minutos como máximo. —Respondió el camarero. A medida que Clara insertaba las agujas, el cuerpo del hombre reaccionó de repente. Tosió con fuerza y un chorro de sangre brotó de su boca, provocando gritos entre los presentes. El hombre tomó aire con desesperación, recuperando la respiración poco a poco, y miró confundido a la multitud que lo rodeaba. En ese momento, se escuchó la sirena de la ambulancia acercándose desde el exterior del club. Con la misma rapidez con la que había actuado, Clara retiró las agujas una a una, sin dejar rastro. Los paramédicos irrumpieron en el lugar y comenzaron a evaluar al paciente. El hombre, ya incorporado con ayuda, se tocó el pecho y murmuró: —Hace un momento sentía que me ahogaba... pero ahora respiro mejor. Alguien entre el público exclamó con asombro: —¡Esa chica con mascarilla sabe de medicina! —¿Dónde está? Pero cuando la gente volvió la vista para buscarla, Clara ya había desaparecido sin dejar rastro. Al día siguiente se conmemoraban los cuarenta y nueve días del fallecimiento del padre de Sergio, Yago Herrera. Según la tradición ancestral de la familia Herrera, cuando el anterior patriarca moría, el nuevo debía encabezar personalmente la ceremonia de homenaje en el cementerio privado de la familia. Aquel camposanto albergaba las tumbas de los antepasados del linaje Herrera, rodeado de montañas y con un paisaje sereno. Su ubicación, cuidadosamente elegida por varios arquitectos de renombre, era considerada un lugar de fortuna y prosperidad. En la entrada del cementerio se alineaban más de un centenar de autos negros de lujo. Vestido completamente de negro, Sergio caminaba al frente, acompañado a la izquierda y a la derecha por sus asistentes, Hugo y Carlos. Tras ellos, veinte guardaespaldas vestidos de negro los seguían en formación. Más atrás, cientos de miembros de la familia Herrera, todos también vestidos de negro, permanecían de pie a la distancia, esperando ordenadamente el inicio de la ceremonia fúnebre. Con una sola orden del maestro de ceremonias, Sergio, frente a la lápida, se inclinó y guardó silencio en oración. Con ese gesto, cientos de personas detrás de él también se inclinaron al unísono. La ceremonia no fue complicada: consistió en una inclinación, una oración en silencio y el respectivo encendido de velas. Todo transcurría con un orden impecable... Cuando el maestro de ceremonias anunció el final del ritual, todo el cementerio quedó cubierto por un aire de profunda tristeza. Sergio, de 188 cm de altura, de figura esbelta y rostro atractivo, emanaba un aura imponente que su atuendo negro realzaba aún más. Con la mirada de un rey, observó a la multitud: —La muerte de mi padre en aquel accidente automovilístico, supongo que todos ya lo saben. —En apariencia fue un accidente común, pero si se examinan las causas, me niego a creer que algo así pudiera sucederle al jefe de la familia Herrera. La voz grave y profunda de Sergio hacía que cada palabra resonara con claridad en los oídos de los presentes. Se encontraba en una posición elevada, dominando con la mirada a todos los que estaban en el cementerio. —El mismo día del entierro de mi padre, juré que antes del cuadragésimo noveno día desde su fallecimiento descubriría al verdadero culpable y lo haría pagar. Todos quedaron conmocionados; las conjeturas se esparcieron de inmediato: ¿Quién podría ser el asesino del anterior jefe de la familia? La mirada afilada de Sergio recorrió uno por uno los rostros de los presentes. —Te doy la oportunidad de entregarte. Si confiesas tu crimen, te librarás del castigo del clan y tu sentencia será más leve. La respuesta a las palabras de Sergio fue un silencio inquietante. ¿Quién se atrevería a cargar con la culpa de asesinar al jefe de la familia? Al ver que nadie dio un paso al frente, Sergio soltó una risa fría: —Ya les di una oportunidad, y solo una. Si la dejan pasar, no me culpen por no tener compasión. Le hizo una señal con los ojos a Carlos, quien chasqueó los dedos en dirección a un punto no muy lejano. Poco después, dos guardaespaldas corpulentos arrastraron hacia allí a un hombre de mediana edad. Uno de ellos le propinó una patada en la parte posterior de las rodillas, obligándolo a caer de bruces al suelo. Muy pronto, alguien entre la multitud reconoció su identidad: era el chofer del difunto jefe de la familia, Yago. El chofer, entre sollozos, se arrastró hasta Sergio: —¡Señor Sergio, yo no sé nada, se lo juro! No sé absolutamente nada. Por favor, se lo ruego, déjeme ir, tenga piedad... Antes de que pudiera acercarse, Carlos lo inmovilizó con un fuerte pisotón en la espalda. Sergio permaneció impasible ante las súplicas del hombre. Su voz sonó fría y cortante: —Mi padre no puede haber muerto en vano. El chofer, aplastado contra el suelo, no pudo moverse; solo lloró y suplicó con desesperación, sus lágrimas y saliva salpicando la foto sobre la lápida. —Es demasiado ruidoso. —Dijo Sergio con desdén. Carlos alzó la mano y, con un golpe seco, le dislocó la mandíbula al hombre. El chofer solo pudo emitir gritos ahogados de dolor. Los miembros de la familia Herrera que presenciaron la escena contuvieron la respiración; nadie se atrevió a pronunciar palabra en un momento así. Sergio sacó un pañuelo de seda y limpió con cuidado la foto de Yago en la lápida. Mientras lo hacía, habló con voz tranquila: —Ya que dices no saber nada, acompaña a tu antiguo amo en su tumba. Apenas terminó de hablar, Hugo presionó un control remoto. Con un estruendo, junto a la enorme lápida de Yago apareció una fosa recién cavada; nadie supo cuándo la habían hecho. El chofer gritó aterrorizado cuando Carlos lo empujó dentro del hoyo. Sergio ordenó con calma: —No protegiste bien a tu amo. Entiérrenlo vivo. El chofer, presa del pánico, trató de dialogar, moviendo las manos desesperadamente. Pero una docena de guardaespaldas no le dio oportunidad alguna: Levantaron las palas y comenzaron a arrojar tierra sobre él. Los miembros de la familia Herrera que contemplaron la escena quedaron horrorizados. No cabía duda: el heredero elegido personalmente por Yago era incluso más temible que su propio maestro en vida. De entre la multitud, alguien se atrevió a alzar la voz: —¡Enterrar a alguien vivo es un delito! Sergio volvió la mirada hacia el hombre que habló, con un brillo perverso en la mirada: —¿Hermano, acaso intentas enseñarme cómo debo actuar?

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