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Capítulo 7

El día del alta, llegó el mensaje de Elena: —En Sieramar ya está todo arreglado, puedes venir cuando quieras. Isabel miró el mensaje sin alterar la expresión de la cara y solo respondió: —Vale. Regresó a la villa y sacó todas las joyas que Eduardo le había regalado a lo largo de esos años. Cada una de esas piezas le recordaba que, en el pasado, había pensado demasiado. Arrastró su maleta y se dirigió a la mayor tienda de joyas de segunda mano de Valmora. El dueño la reconoció y, algo sorprendido, le ofreció un precio justo. Isabel asintió sin dudar, tomó el cheque y se marchó sin volver la vista atrás. Reservó el vuelo más rápido hacia Sieramar. De pie en el vestíbulo del aeropuerto, miró una vez más aquella Valmora. Aquel lugar había sepultado dos de sus relaciones y la había convertido en el hazmerreír de los demás. Y su mano, con la que investigaba plantas, quizá jamás se recuperaría… Isabel retiró la tarjeta SIM del teléfono y la arrojó sin más al cubo de basura. Avanzó paso a paso hacia la puerta de embarque. No sentía apego alguno, solo liberación. Mientras tanto, Eduardo estaba en la empresa revisando documentos. La secretaria llamó a la puerta y entró, con cierta vacilación en la cara. —Presidente Eduardo… los de abajo informan que la señorita Isabel hoy… convirtió en dinero todas las joyas que usted le había regalado. El bolígrafo de Eduardo se detuvo un instante y luego esbozó una ligera sonrisa. Creía que Isabel aún estaba enfadada por lo de la planta y la lesión de su mano. Ese tipo de gesto, vender los regalos, en sus ojos no era más que un niño haciendo un berrinche para llamar su atención. Además, Rosa y Francisco ya habían salido del país para su luna de miel. Aquel apego que él sentía en su corazón pareció disiparse de repente. Rosa ya había obtenido la felicidad que deseaba; pensó Eduardo que quizá ya era hora de asentarse. Casarse con Isabel tampoco sonaba mal. Al fin y al cabo, había estado con él tres años; era una candidata adecuada para esposa. Y en cuanto surgió ese pensamiento, le resultó sorprendentemente urgente. De inmediato dio instrucciones a la secretaria. —Ve a prepararlo todo, saca de la caja fuerte ese anillo. Y reserva un restaurante; que la decoración sea más solemne. Planificó con esmero una propuesta de matrimonio. Alquiló en exclusiva el restaurante occidental donde habían tenido su "primera" cita y lo llenó de las rosas que a ella le gustaban. Recordaba que le encantaba una canción de cierta banda, y a propósito invitó a ese grupo para que tocara en vivo. Cuando terminó de arreglarlo todo, sacó el teléfono y llamó a Isabel. Pero por más que marcó una y otra vez, al otro lado solo respondía la fría grabación: —El número al que intenta comunicarse se encuentra apagado. El tiempo fue pasando, minuto a minuto; la hora prevista hacía rato que había pasado y, sin embargo, Isabel seguía sin aparecer. Cuando se le agotó la paciencia, empezó a sentirse inquieto sin saber bien por qué. Se levantó de golpe y condujo de vuelta a la villa. Empujó la puerta de casa y todo estaba en silencio. La llamó por su nombre, pero nadie respondió. Eduardo subió las escaleras a toda prisa y entró corriendo en el dormitorio. En el vestidor, la mitad que le pertenecía a ella estaba completamente vacía. Sobre el tocador, los productos de cuidado de la piel que ella usaba a menudo y las cajas de joyas habían desaparecido por completo. Como si de pronto comprendiera algo, empezó a tirar desesperado de cada cajón. Vacíos, todos vacíos. Todas las huellas que Isabel había dejado allí habían sido borradas hasta no dejar rastro. Como si jamás hubiera vivido en aquel lugar. Eduardo se quedó rígido donde estaba, y la cajita del anillo de diamantes que había preparado con tanto esmero se le cayó al suelo. Por fin se dio cuenta de que ella no lo había hecho a propósito solo porque estuviera enfadada. Se había ido de verdad.

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