Capítulo 5
—¡Mauricio!
—¡Presidente Mauricio!
—¡Llamen a una ambulancia!
El lugar se sumió en el caos.
La ambulancia llegó de inmediato. Subieron a Mauricio a la camilla, y Paola, entre sollozos, se apresuró a acompañarlo.
Amaya, consciente de que él había resultado herido por salvarla, no lo dudó: subió al auto del chofer y se dirigió de inmediato al hospital.
En el pasillo frente al quirófano, el ambiente era tenso.
Paola estaba sentada en una banca, llorando sin control. Amaya, en cambio, permanecía de pie junto a la ventana, mirando la noche tras el vidrio, con el pecho inquieto.
Nunca imaginó que Mauricio la salvaría. Mucho menos que saldría tan lastimado por hacerlo.
¿Ese acto instintivo, había surgido del afecto de un mayor hacia una menor?
Tras un largo rato, las puertas del quirófano se abrieron.
El médico salió y se quitó la mascarilla: —La cirugía fue un éxito. El señor Mauricio sufrió lesiones musculares en la espalda, una fractura en la escápula y una leve conmoción cerebral. Ya está fuera de peligro; despertará cuando pase la anestesia.
Todos respiraron aliviados.
Paola intentó correr hacia la habitación, pero una enfermera la detuvo para ultimar los preparativos. Cuando por fin trasladaron a Mauricio a una suite VIP, Amaya entró junto con ella.
Ella solo quería agradecerle, y luego marcharse.
Sobre la cama, Mauricio tenía el rostro pálido, los ojos cerrados y una respiración tranquila.
Ambas esperaron un rato. Por fin, él abrió los ojos.
Paola se lanzó al borde de la cama, tomando su mano entre lágrimas: —¡Despertaste! ¡Me asustaste mucho! ¿Te duele? ¿Sientes algo raro?
La mirada de Mauricio estaba al principio algo perdida, pero enseguida recuperó el enfoque.
Miró a Paola y, con la voz algo ronca, dijo: —Estoy bien; no llores.
Luego, su mirada la pasó por alto y se posó en Amaya, que estaba de pie al pie de la cama. La observó y preguntó:
—¿Ya te revisaron? ¿Te lastimaste en algún lugar?
Amaya no esperaba que su primera pregunta al despertar fuera para ella. Su corazón dio un leve salto, pero la razón se impuso de inmediato.
Negó con la cabeza, manteniendo un tono cortés y distante: —Estoy bien. Gracias por salvarme.
La expresión de Mauricio vaciló un instante; su ceño se frunció levemente.
Recordó otras veces en que había salido a protegerla y había acabado con rasguños o golpes.
En aquel entonces, Amaya palidecía, lloraba sin parar y no se apartaba de su cama. En sus ojos había preocupación, miedo y un afecto ingenuo y absoluto; le preguntaba si le dolía y, torpe pero sincera, intentaba soplarle las heridas.
Aquella actitud le resultaba molesta, pero al mismo tiempo despertaba en su interior una sensación difícil de explicar: la de ser necesitado y plenamente confiado.
Pero ahora...
Amaya, tal como él siempre había querido, había marcado una línea clara entre ellos: educada, distante, sin el menor apego.
Eso era justo lo que él había deseado ver. Y aun así, al tenerlo delante, una incomodidad sutil e inexplicable le oprimió el pecho. Como si algo que siempre había estado ahí, de pronto hubiera desaparecido.
Paola captó al instante el leve ceño fruncido de Mauricio y el segundo de más que su mirada se detuvo en Amaya. Sin decir nada, se clavó las uñas en la palma.
Amaya no percibió ese cambio casi imperceptible. Solo notó que el ambiente se había vuelto incómodo y habló de nuevo: —Ahora que ya despertaste, me voy. Descansa bien, y gracias otra vez.
Mauricio apartó la mirada. Su voz volvió a la indiferencia habitual: —No tienes que agradecerme. Solo no quería que algo te pasara en mi fiesta de cumpleaños. Sería difícil explicárselo a tus padres.
La razón era impecable. El tono, frío.
Amaya asintió. No dijo nada más y salió de la habitación.
Paola observó la espalda de Amaya al alejarse; su mirada se ensombreció por un instante. Luego, con voz suave, le dijo a Mauricio: —Voy a despedir a Amaya.
Sin esperar respuesta, salió tras ella.
En el silencioso pasillo del hospital, Paola llamó a Amaya.
Cuando quedaron solas, su voz perdió toda suavidad. Sonó dura, cortante, cargada de advertencia: —Mauricio te salvó solo porque eres hija de la familia Delgado. No quería un accidente mortal en su fiesta. No te confundas. Que se haya interpuesto no significa que sienta nada por ti.
—Lo mejor es que te mantengas lejos de él. Y si vuelve a pasar algo así, no seré tan amable.
Amaya ya cargaba un peso en el pecho por las palabras frías de Mauricio. Escuchar ahora a Paola solo le provocó una profunda molestia.
Amaya no tenía ni ánimo ni interés en discutir. Contestó con frialdad: —Piensas demasiado. Hazte a un lado.
La apartó y caminó directamente hacia el elevador, sin volver la vista atrás.
Paola la vio desaparecer. Su rostro se tensó de rabia; respiraba con dificultad, conteniendo la furia que le subía al pecho.
Amaya llegó al estacionamiento subterráneo, encontró su vehículo y se sentó dentro.
Respiró hondo varias veces, intentando ordenar el caos de emociones en su interior.
Habían ocurrido demasiadas cosas ese día.
Encendió el motor y condujo lentamente hacia la salida del estacionamiento.
Cuando el carro asomó por la salida del hospital, a punto de incorporarse al tráfico.
Una figura irrumpió de pronto desde la acera y se lanzó hacia el vehículo.
—¡PUM!
Un golpe seco resonó contra el capó.
Amaya sintió que el corazón se le salía del pecho y frenó con todas sus fuerzas.
Al alzar la vista, temblando, la vio en el suelo: Paola, encogida de dolor, el rostro pálido como el papel.