Capítulo 9
Mauricio se detuvo en seco.
Cerró los ojos un instante; al abrirlos, solo quedaba una frialdad absoluta.
Sin mirar a Amaya, tendida en un charco de sangre, estrechó a Paola entre sus brazos y ordenó al gerente, paralizado por el miedo: —Encárgate de todo. Y nadie tiene permitido llevarla al hospital.
Amaya quedó sola en el suelo frío, mientras la conciencia se le desvanecía poco a poco.
El dolor de su cuerpo parecía alejarse, sustituido por una oscuridad profunda y helada.
Así que este era el final que Mauricio le daba.
Tal vez así estaba bien.
……
Cuando volvió en sí, lo primero que percibió fue el olor familiar del desinfectante del hospital.
Todo su cuerpo dolía, como si la hubieran desarmado y vuelto a armar.
—¡Amaya, por fin despertaste! —La voz de Miranda apareció en su campo de visión, con los ojos hinchados de tanto llorar. Le sujetaba la mano con fuerza. —¿Cómo terminaste así? ¿Quién te hizo esto? ¡Dímelo!
Cristian y su abuelo también estaban junto a la cama; tenían los ojos rojos, llenos de dolor e indignación.
Amaya abrió la boca, pero la garganta estaba tan seca que no logró emitir sonido alguno.
Miró los rostros angustiados de sus padres y de su abuelo, y recordó las últimas palabras crueles de Mauricio, así como la imagen de Paola acurrucada en sus brazos al marcharse.
El corazón le dio un leve y familiar tirón de dolor, pero enseguida se apagó, dejando solo un vacío helado.
Quiso sonreír para tranquilizarlos, pero el gesto tironeó las heridas de su rostro y un dolor agudo la obligó a aspirar aire con fuerza.
Con voz ronca, murmuró: —No fue nada. Me caí por accidente.
Miranda no podía creerlo. Amaya tenía cortes de vidrio por todo el cuerpo, moretones evidentes de haber sido arrastrada. ¿Cómo podía tratarse de una simple caída? Aun así, Amaya no dijo nada. En su mirada se instaló un vacío gris e inquietante. Miranda no se atrevió a insistir y solo lloró en silencio.
Cristian y el abuelo se miraron; en sus ojos ya se dibujaba una sospecha clara.
Para que Amaya hubiera terminado así, solo podía haber sido Mauricio.
El abuelo se sentó a su lado y, con extrema delicadeza, acarició su frente vendada. Su voz, grave pero firme, llenó la habitación: —Sergio ya regresó. Hablé con su abuelo. Cuando te recuperes, te llevaré a su casa. Se conocerán formalmente y dejaremos fijado su matrimonio.
Hizo una pausa y, al mirar sus ojos vacíos, añadió: —Cuando llegue ese día, todo va a mejorar. Hay personas y recuerdos que no vale la pena conservar. Déjalos atrás.
Amaya miró el rostro firme y bondadoso de su abuelo, y luego los ojos de sus padres, llenos de esperanza y dolor. En su interior, la tierra devastada pareció recibir por fin un leve soplo de calor.
Asintió despacio.
—Está bien.
Olvidar.
Olvidarlo todo.
Después de eso, se dedicó por completo a recuperarse en el hospital.
Sus padres no se separaron de ella ni un solo instante.
En las noticias aún aparecían, de vez en cuando, notas sobre Mauricio y Paola, pero en su corazón ya no despertaban la menor ondulación.
Qué bien.
Su corazón, por fin, obedecía.
Ya no latía por Mauricio, ya no dolía por él.
La memoria y el cuerpo lo estaban borrando, de una manera tan cruel como definitiva.
El día en que le dieron de alta, el clima era espléndido.
Se puso un vestido nuevo, amarillo, que iluminaba su rostro y la hacía verse mucho más recuperada.
Sus padres la acompañaron rumbo a la Casa Peña.
Una nueva vida estaba a punto de comenzar.
……
Por otro lado.
Mauricio se había quedado acompañando a Paola todo el tiempo.
Por la lesión en el brazo, Paola se volvió muy dependiente y emocionalmente inestable.
Mauricio permanecía a su lado con paciencia; la mayoría de los asuntos de la empresa los atendía por videollamada.
Pero por las noches, cuando Paola se dormía, él se quedaba junto a la ventana, mirando las luces de neón, y sus pensamientos se iban lejos.
Pensaba en Amaya.
Recordaba cómo antes Amaya siempre estaba pendiente de él: llamadas, mensajes, una constancia que él casi nunca correspondía.
Recordaba sus ojos, llenos de admiración, llenos de dependencia hacia él.
Pero desde aquella noche en el club, Amaya no volvió a contactarlo.
Era la tranquilidad que él siempre había deseado.
Y, sin embargo, por alguna razón, en su pecho parecía haber quedado un vacío.
Sobre todo cuando la imagen de Amaya, tendida entre sangre y vidrios rotos frente al club, volvía a su mente, su corazón se contraía con un dolor punzante.
Amaya, consentida desde niña, que lloraba con el menor golpe, aquel día yacía bañada en sangre en el suelo, frágil y destrozada, sin que nadie se acercara a ayudarla.
Por primera vez, dudó de sí mismo.
¿No había sido demasiado cruel?
¿Debería llamarla? ¿Preguntarle si ya se había recuperado? Después de todo, era la hija de una familia amiga de toda la vida.
Una vez que esa idea tomó forma, ya no pudo arrancársela de la mente.
Sacó su celular, buscó aquel número que llevaba tanto tiempo sin marcar y dejó el dedo suspendido sobre la pantalla.
Justo cuando dudaba entre llamar o no, la pantalla se iluminó antes de que tocara el botón. Era un amigo cercano.
Su amigo habló con tono burlón: —¿Estás con tu prometida? ¡Felicidades, hermano, por fin te liberaste!
Mauricio frunció el ceño: —¿Liberado? ¿De qué hablas?
—¿Cómo que no lo sabes? —El amigo se sorprendió. —Amaya se comprometió hace dos días con Sergio Peña, alguien bastante influyente. Las familias ya lo arreglaron todo y la boda será la próxima semana, incluso antes que la tuya con Paola. Ya no volverá a molestarte. ¿No es una liberación? ¡Me alegro por ti!
¿Comprometida?
¿La próxima semana?
¿Antes que él?
Mauricio se quedó inmóvil, sosteniendo el celular. Su amigo seguía hablando, felicitándolo, pero él ya no escuchaba nada.
En su mente solo resonaba una frase:
Amaya va a casarse.