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Capítulo 1

Enrique Reyes y Antonia Escobar eran las dos leyendas más míticas del mundo jurídico. Él, en la zona de Llano Azul, jamás había perdido un solo caso penal. Ella, en Miraflores, estaba invicta en un sinfín de batallas civiles. En el círculo jurídico se decía que eran "los dos titanes del norte y del sur, quienes evitaban siempre un enfrentamiento directo". Pero lo que nadie sabía era esto: Hacía tres años, Antonia se había casado en secreto con Enrique, ocultando su verdadera identidad. Antonia eligió convertirse en su dócil esposa, prepararle sopa, acompañarlo a sus compromisos sociales y dejarle la luz encendida por las noches. Pero ahora, Antonia ya no quería seguir fingiendo. Antonia estaba de pie frente a la ventana de cristal, con la yema de los dedos suspendida sobre la pantalla del celular, esperó durante tres segundos hasta que finalmente marcó ese número que llevaba tres años guardado. —¿Rosa? —Del otro lado del teléfono, la voz sorprendida del abogado Pablo resonó —¿Estoy soñando? —Voy a regresar—. Su voz era suave, pero cortó el silencio acumulado durante años como una cuchilla. —¡¿Hablas en serio?! — La taza de café en la mano de Pablo se estrelló contra el suelo, mientras su voz temblaba de emoción —¡Esto es maravilloso! ¿Sabes cuán mal nos ha ido con Enrique estos años? Desde que te retiraste, nos ha quitado más de veinte casos penales importantes. Estos tres años nos ha oprimido tanto que apenas podemos respirar. —Durante años, muchos han estado esperando que tomes un caso; si se corre la noticia de tu regreso, ¡todo el mundo legal va a temblar! Antonia alzó la mirada, observando su propio reflejo en el cristal. El cabello largo caía dócilmente sobre sus hombros, vestía ropa de casa color beige sobre la cual el delantal aún estaba manchado de aceite, salpicado, producto de la preparación de la sopa de esa noche. Nadie imaginaría que esa figura tranquila era la "reina de los casos penales", quien alguna vez llevó a sus rivales a la desesperación en la corte. —Por cierto, en todos estos años, ¿Enrique ha descubierto tu verdadera identidad? Él... —No necesita saberlo. Ya he decidido divorciarme de él— lo interrumpió Antonia —la próxima vez que nos veamos, será solo en el juzgado. Después de colgar, Antonia estaba a punto de girarse para regresar a la habitación cuando el celular vibró de nuevo: era un mensaje de Enrique. [Tomé demasiado en la reunión. Ven a buscarme]. Antonia miró ese mensaje durante mucho tiempo. Han pasado tres años y Enrique siempre había sido así; cada vez que le hablaba, era tan breve como si un jefe diera órdenes a su subordinada. Antonia llegó al club nocturno y se dirigió a la sala VIP, donde se encontraba Enrique. Ella estaba por empujar la puerta cuando escuchó risas provenientes del interior. —Enrique, ¿cuántas victorias consecutivas llevas ya? ¡Eres una leyenda invicta! ¿Existe acaso algún caso que no puedas ganar? Yo creo que todos terminan derrotados ante ti. —Bueno, antes había una tal Rosa que sí le hacía competencia —añadió alguien: —pero lamentablemente, se retiró hace tres años y desapareció sin dejar rastro. —Seguro se casó. Han pasado tres años, probablemente hasta tenga hijos, y no va a regresar. —Jajaja, no necesariamente. Enrique también lleva casado tres años, pero ni siquiera tiene hijos, se la pasa en la firma y casi nunca va a casa. Pero dime, después de tres años, ¿sigues sin querer a Antonia? —¿Hace falta preguntar? Lo que más odia Enrique es ese tipo de esposa dócil y virtuosa como Antonia. Si no hubiera sido porque ella aprovechó que Enrique estaba borracho y tuvieron relaciones, ¿cómo iba a casarse con ella? A él le gustan las mujeres independientes, fuertes, rivales dignas, como Carolina Chávez. Han pasado años y aún no puede olvidarla. Al oír el nombre de Carolina, la mirada de Antonia se oscureció ligeramente y empujó la puerta. Toda la sala se quedó en silencio de inmediato y todos se miraron entre sí. Antonia no les prestó atención; echó un vistazo alrededor y vio a Enrique, ya ebrio, recostado en el sofá con los ojos cerrados, su rostro apuesto y frío, se había oscurecido aún más por la luz tenue de la sala. Se acercó y lo ayudó a incorporarse. El brazo de Enrique cayó sobre sus hombros, por lo que el peso casi la hizo tambalearse. Ese aroma familiar de abeto mezclado con alcohol la envolvió, y por un instante se sintió desorientada. La última vez que estuvo tan cerca de Enrique fue aquella noche absurda, tres años atrás. Cuando logró meterlo en el asiento trasero del auto, Enrique de repente le sujetó la muñeca y la atrajo hacia él. Sintió el calor de sus labios. Se quedó inmóvil. En tres años de matrimonio, aparte de aquel accidente, Enrique jamás la había besado. El momento se rompió hasta que Enrique murmuró, borracho, un nombre: —Carolina... Resulta que la había confundido con otra persona. Un dolor punzante atravesó el corazón de Antonia, quien lo miró fijamente. —¿De verdad te gusta tanto ella? Enrique no respondió, solo la sujetó por la nuca con más fuerza y la besó casi con fiereza. Sus dedos se hundieron en el cabello de Antonia, como si quisiera fundirla con sus huesos y sangre. Su aliento ardiente se derramó sobre el rostro de Antonia; detrás de ella, la puerta del auto estaba cerrada. No tenía a dónde huir y solo pudo cerrar los ojos y soportar. Al terminar el beso, Enrique susurró sobre sus labios, todavía borracho. —No me dejes... Antonia cerró los ojos lentamente. Tras un largo rato, sacó un documento de un portafolio y lo puso frente a él. —Si no quieres que me vaya, entonces firma este acuerdo. Enrique la miró con la vista nublada por el alcohol; Antonia supo que él estaba mirando a través de ella, viendo a otra persona. Pero, al final, firmó el acuerdo. —Enrique, en cuanto resolvamos todo y tengamos el acta de divorcio, los dos estaremos finalmente libres. Antonia esbozó una sonrisa irónica, mirando fijamente el acuerdo de divorcio firmado, mientras las emociones le bullían en la mente. La luz de la luna se colaba suavemente por la ventana, y de repente recordó la primera vez que vio a Enrique. La primera vez que vio a Enrique fue en un caso interestatal. En ese momento, acababa de ganar un gran juicio; la parte demandada había perdido estrepitosamente. Al salir del juzgado, un hombre la abordó, furioso, y le apretó el cuello. Mientras se ahogaba de dolor, una mano se cerró bruscamente sobre la muñeca de ese hombre, con tal fuerza que se oyó el crujir de huesos. —¿Estás peleando en la puerta del juzgado? ¿Quieres que te aumenten la condena? La voz, fría como el filo de un cuchillo, rozó su oído. Antonia alzó la mirada y se encontró con unos ojos negros e intensos. Sintió un ligero estremecimiento en el corazón. Más tarde supo que ese hombre que la rescató era su rival, a quien nunca había visto: Enrique. Desde entonces, empezó a viajar a Llano Azul con frecuencia por trabajo. Vio a Enrique dejar sin palabras a sus rivales en el tribunal y lo vio fumar junto a la ventana. Incluso lo buscó en los clubes donde solía asistir a reuniones, pero Enrique nunca la reconoció. Hasta aquella noche en la que lo encontró borracho en un bar. Enrique le apretó la muñeca y le dijo con voz ronca: —¿Por qué tienes que irte? No entendió el sentido de esas palabras, pero tampoco tuvo tiempo de pensarlo porque el beso de Enrique cayó sobre ella como una tormenta. Esa noche, se entregaron con pasión y ternura. A la mañana siguiente, Enrique miró durante mucho tiempo la mancha de sangre en las sábanas y guardó silencio: —Me haré responsable. Cásate conmigo. Antonia guardó silencio un largo rato, asintió y, poco después, renunció a su trabajo y se casó con Enrique, ocultando su identidad de "Rosa". Después de casados, Enrique siempre fue distante, casi nunca volvía a casa y tampoco volvió a buscar intimidad. Ella pensó que era cosa de su carácter y se convenció de que con ternura lograría derretir el corazón de Enrique. Hasta que un día, encontró una foto en el estudio de Enrique. En la foto, una chica vestida de blanco estaba en el puente de Cambridge con una sonrisa, tan brillante, que lastimaba la vista. En el reverso, había una frase que se clavó en su corazón como un cuchillo: —Si no puedo casarme contigo, me da igual con quién me case. Después supo que era la primera novia de Enrique, una famosa pianista. Carolina. Después de graduarse, Carolina eligió irse al extranjero y terminó con Enrique. A pesar de los años, Enrique nunca la olvidó. Aquella noche bebió en exceso solo porque se enteró de que Carolina tenía una nueva relación en el extranjero. Durante los tres años de matrimonio, Antonia lo vio arrugar la cara ante el pastel de cumpleaños que le preparó, lo vio tirar la cena que cocinó con esmero a la basura y lo vio, cuando supo que Carolina volvía al país, dejarla sola en la autopista durante su periodo y marcharse desesperado a recibirla en el aeropuerto. En ese momento, el corazón de Antonia se llenó de absoluta desesperanza. No era tan miserable como para aferrarse a un hombre cuyo corazón jamás le perteneció. Mucho menos cuando Enrique ya tenía a otra en su corazón. En estas circunstancias, ¿por qué no volver a ser Rosa y dejar que Enrique y Carolina se reencontraran al fin? Guardó el acuerdo de divorcio en su bolso y condujo de regreso a casa. Después de llevar a Enrique a su habitación, comenzó a empacar sus cosas durante la noche. A la mañana siguiente, Enrique despertó con resaca y lo primero que vio fue el montón de maletas amontonadas en el suelo. Arrugó la frente y exclamó con voz fría: —¿Qué estás haciendo?
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