Capítulo 10
Justo en un semáforo, Pablo detuvo el carro y me miró: —Ahora vamos a casa. No voy a adelantarte nada; míralo tú misma.
Cuando Pablo tomaba una decisión, no había forma de hacerle cambiar de opinión. De niño ya era así. Me quedé en silencio.
El carro se detuvo frente a la Casa Cisneros. Sentí una fuerte resistencia a bajar, pero terminé cruzando el umbral.
—Antes nos encantaba jugar en este césped. —Comentó Pablo de pronto.
También yo miré la pradera frente a la mansión. El padre de Pablo siempre había sido meticuloso con esos detalles; el césped tenía un jardinero exclusivo y, ahora que era verano, lucía especialmente verde y frondoso.
A través de la ventanilla, creí ver a dos niños jugando en el pasto.
El chico era Pablo, siempre travieso. La niña era yo, corriendo detrás de él.
El recuerdo me arrancó una ligera sonrisa.
—Lástima que no se pueda volver atrás. —Murmuré.
Entonces, yo no era una señorita. Solo era la hija de Beatriz, la empleada doméstica.
—Señorito, por fin ha vuelto.

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