Capítulo 4
—¿Qué se traen ustedes? —La voz molesta del taxista me sacó de mis pensamientos. Fruncí el ceño y miré a Ramón.
—No nos vamos. —Dijo Ramón, haciendo un gesto al conductor para que se marchara, y sacó sin reparos cien dólares para dárselos.
Solté un largo suspiro: —¿Qué es lo que quieres? Este juego ya se terminó.
Ramón tenía los ojos ligeramente enrojecidos. Tras dudar un momento, abrió la boca: —Lo siento, no debí burlarme de ti así. Solo me pareció divertido en ese momento. Sé que estuve mal, perdóname.
Lo observé con atención, tratando de adivinar si decía la verdad o mentía.
—Te digo la verdad.
Después, con un tono de aparente sinceridad, añadió: —No te vayas. Mañana vamos a comprar un regalo para compensarte. ¿No te habías fijado en un bolso?
En aquella ocasión, en el centro comercial, sí me había fijado en un bolso de doscientos dólares. Me gustaba, pero preferí ahorrar el dinero para Ramón y lo dejé pasar, aunque lo miré un par de veces más.
Jamás le dije que me gustaba.
Así que podía darse cuenta de las cosas que me agradaban, pero solo disfrutaba de lo que yo le daba; nunca pensaba en darme algo a cambio.
Por un instante, creí que su arrepentimiento era sincero.
—¿De verdad quieres que te perdone? —Pregunté, mirándolo.
Pensando que había cedido, sonrió de inmediato: —Claro que sí. Lo bien que la pasamos juntos, terminar por algo tan pequeño no vale la pena.
¡Ja! Después de tantos años tomándome por un juego, para él todo se reducía a algo pequeño.
—Podemos no terminar.
Cruzando los brazos sobre el pecho, lo miré fijamente: —Pero no puedo aceptar que todavía sientas algo por otra persona. Si cortas todo contacto con Lucia, podremos volver a estar como antes.
—¡No! —Respondió casi sin pensarlo.
Solté una risa fría. Ramón pareció reaccionar, y una expresión incómoda cruzó su rostro, pero insistió: —Entre Lucia y yo no hay nada, no malinterpretes.
Lo miré con frialdad: —Lo vi con mis propios ojos y lo escuché con mis propios oídos. ¿Qué malentendido puede haber?
No quise seguir con el tema. Le arrebaté la maleta de las manos y volví a detener un taxi.
Intentó repetir su truco, pero sostuve la puerta para que no pudiera cerrarla, y con una mirada de advertencia dije: —Esta farsa se acabó.
Al ver que me iba, me lanzó una amenaza: —Ya sabes quién soy. Piénsalo bien, si dejas pasar esta noche, no tendrás otra oportunidad.
—Si regresas ahora, te prometo que no te faltará nada; no tendrás que trabajar y disfrutarás de una vida de lujo. Es una oferta sin pérdida posible.
Ante su seguridad y aire triunfante, solté una carcajada irónica: —No me interesa. Suéltame. Si vuelves a impedirme el paso, llamaré a la policía para denunciarte por acoso.
Me miró sorprendido.
—Si no quieres que mañana las noticias digan que acosaste a una mujer, será mejor que te apartes. —Dije con firmeza, dispuesta a cumplir mi palabra.
Tal vez mi mirada fue demasiado contundente, porque Ramón, sorprendido, me soltó sin darse cuenta. Me subí al taxi sin vacilar.
—Conductor, arranque.
El taxi se alejó cada vez más. A través del retrovisor vi cómo Ramón caminaba detrás un par de pasos, hasta quedarse quieto, de pie, mirándome.
Suspiré hondo y me quedé observando el paisaje nocturno por la ventana, con sentimientos encontrados.
A Ramón le había dado un cariño verdadero, y al final me lo pagaba con una burla. Decir que no me dolía sería mentira. Pero también sabía que, si no cortaba de raíz, él terminaría arrastrándome al fango.
La diferencia entre nosotros no era solo de origen o familia; era una brecha de mentalidad imposible de salvar.
Aun así, la incomodidad seguía ahí, como un nudo difícil de desatar.
El taxi atravesó medio Monteluz, y no me resultaba extraño. Todos estos años, trabajando para Ramón, había recorrido casi toda la ciudad; las calles me resultaban familiares.
Una torre de luz apareció ante mis ojos, y ya no pude contener las emociones: —Conductor, deténgase.
En Monteluz, un río cruza la ciudad, y a ambos lados se encuentran las zonas más prósperas. Siempre que venía aquí, lo hacía con prisas; hoy quería contemplar el paisaje con calma.
En la orilla soplaba un viento fuerte, pero no sentía frío. Caminé despacio junto al río.
En medio del cauce había una torre de luz. Ramón, en el pasado, también la había mirado conmigo, jurándome que no se casaría con nadie más. Me dijo que, cuando ganara dinero, alquilaría la torre para que su luz brillara solo para mí, como prueba de su intención de pedirme matrimonio.
Decía que me pediría matrimonio en esa torre, y que luego sería mi faro, disipando mis noches oscuras.
Recordar esas escenas me hizo llorar sin poder evitarlo; los recuerdos giraban como un carrusel, amplificando mi tristeza.
Pasé de un llanto silencioso a un llanto desgarrador.
Había dado tanto por Ramón, le había entregado todo mi corazón, ¿cómo podía él haberme tratado como un simple juego todos estos años?
El teléfono sonaba una y otra vez. Al mirarlo, vi que eran mensajes de Ramón:
[Te compré el bolso que querías.]
[Además, otros regalos para compensarte.]
[De verdad sé que estuve mal.]
[Perdóname.]
Le eché un vistazo y solo me parecieron palabras falsas.
Después sonó una llamada suya. Sentí un profundo fastidio y apagué el teléfono. El silencio volvió. Caminé por la orilla del río, siempre rondando la torre de luz.
Con la mente hecha un caos, no me di cuenta de que empezaba a lloviznar. Cuando reaccioné, ya era un aguacero.
La lluvia había llegado de golpe.
El agua empapando mi cuerpo disipó la ira acumulada, dejándome una agradable sensación de frescura.
Levanté la cabeza, mirando al cielo oscuro con impotencia y desamparo, y las lágrimas volvieron a resbalar sin darme cuenta.