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Capítulo 7

Pero en aquel entonces yo estaba cegada por el amor. No podía escuchar las palabras de Daniela. Ahora que lo pienso, aquella vez que me gritó, enfurecida, [Ramón es un patán, tarde o temprano te vas a arrepentir.] ¿No resultó ser exactamente cierto? Sabiendo que Daniela no tenía mala intención, dejé la maleta a un lado y me senté en la cama. —Daniela, tenías razón. Ramón es un patán. —Dije, sintiendo un nudo de tristeza en la garganta al recordar todo lo que había hecho por él. Daniela, al verme así, se quedó unos segundos en silencio y luego bajó de la cama para sentarse a mi lado: —¿Qué pasó? Su expresión cálida rompió la coraza que había mantenido; la emoción contenida por tanto tiempo estalló, y le conté todo lo que había sucedido. Cuando terminé, me secó las lágrimas con delicadeza; en sus ojos había una rabia contenida: —Ramón es un verdadero patán. ¿Y qué si tiene dinero? Vamos, vamos a buscarlo y arreglar cuentas. La detuve, sollozando: —Ahora solo quiero cortar cualquier lazo con él y no volver a tener contacto. Me abrazó con ternura: —Pero te ha hecho sufrir demasiado. Las lágrimas seguían cayendo en silencio. Decir que no me dolía sería mentir. Todo lo que viví con Ramón no fue un sueño: pasó de verdad. Años de esfuerzo y entrega para, al final, ser solo un juguete en sus ojos. Cada vez que lo pensaba, la amargura me desbordaba y las lágrimas caían como perlas. Daniela me estrechó más contra ella: —No llores. Eres una mujer preciosa; hombres sobran. Ramón solo tiene algo de dinero, y eso no es nada especial. Me acariciaba la espalda mientras me decía: —¿Sabes cuál es la única cosa atractiva de Ramón? Aún sollozando, respondí: —¿Cuál? —Que, siendo tan feo, tuvo la suerte de que una mujer tan guapa como tú se fijara en él. Si no fuera por ti, yo ni lo conocería. No pude evitar reír con sus palabras. En realidad, Ramón no era feo; incluso podía decirse que era algo guapo. Daniela suspiró: —Llora todo lo que tengas que llorar esta noche. Mañana volverás a ser la misma buena chica de siempre. —Perdóname, antes incluso llegué a discutir contigo por defender a Ramón. —Dije, con un sentimiento amargo. Por un tipo así, había herido a quien de verdad me quería. Daniela me dio un golpecito en la cabeza: —Sí, y ahora esto es tu castigo, ¿no? Nuestras miradas se cruzaron y ambas reímos. A la mañana siguiente, Daniela y yo fuimos juntas a clase. Ya cerca de graduarme, me propuse dedicarme por completo a los estudios y olvidar a Ramón. Pero el destino parecía no querer darme tregua, apenas llegamos a la puerta de la residencia, lo vi allí. Daniela puso los ojos en blanco y resopló: —Míralo, el muerto de hambre soñando con filet mignon. Vámonos por acá. Me tomó de la mano para rodearlo y yo asentí: —Está bien. —¡Patricia! —Apenas nos giramos, Ramón vino tras nosotras y nos cortó el paso. —Ramón, perro que no ladra, no estorba. Así que piérdete. —Espetó Daniela con fastidio. Una sombra de ira cruzó la mirada de Ramón: —¿Sabes quién soy? Cuidado o yo... —Daniela tiene razón. —Lo interrumpí, mirándolo de frente. —No tenemos nada de qué hablar. Apártate. —Patricia. —Me extendió algo, unas empanadas de mariscos. Apenas las vi, levanté la vista. Al notar que no las recibía, intentó ponerlas en mis manos, con tono supuestamente sincero: —De verdad sé que estuve mal. Perdóname, ¿sí? Vi su supuesta sinceridad y, por dentro, no pude evitar reír con ironía. Estudiábamos juntos en la Facultad de Finanzas, pero ahora pensaba que había escogido la carrera equivocada. Interpretación era lo suyo. —¿Y si no te perdono? —Pregunté con frialdad. Ramón no parecía haber previsto que, aun humillándose, yo lo rechazara. Su tono se volvió hosco: —Puedes enfadarte, pero con un límite. No creas que voy a estar siempre detrás de ti. Daniela estalló en carcajadas. Ramón le lanzó una mirada de advertencia. Yo también lo miré, y él bajó el tono de inmediato. Daniela dijo: —Pedir perdón significa reflexionar de verdad sobre tus errores y suplicar que te perdonen, no forzar a la otra persona. Lo tuyo se llama chantaje emocional. —Tú... —Ramón la miró, sorprendido. No quería que Daniela se metiera, pero ella ya había decidido defenderme. Me detuvo con la mano y dio un paso hacia él. Ramón retrocedió. —Dices que quieres que Patricia te perdone, pero ni un poco de sinceridad tienes. Y encima, le traes desayuno con mariscos sabiendo que es alérgica. Ramón miró instintivamente las empanadas, y luego a mí. Preguntó en voz baja: —¿Por qué nunca me dijiste que eras alérgica al camarón? Respondí con una sonrisa helada: —Porque nunca te importó. Ya había un grupo de estudiantes observando. Ramón, acorralado por las miradas y los murmullos, parecía incómodo. De pronto, como si recordara algo, sacó una caja de su bolsillo: —Mira, es un collar que compré para ti. ¿Te gusta? Fruncí el ceño. —De verdad me arrepiento de lo que pasó antes. No te enojes más, perdóname, ¿sí? —Dijo con voz supuestamente tierna. Los que miraban empezaron a comentar. —Ese collar no debe ser barato. —Antes Patricia lo mantenía a él, ¿y ahora tiene dinero para regalarle un collar? —Seguro le está sacando algo, ya saben que nadie da paso sin huarache. Ramón escuchaba los comentarios, pero seguía de pie, con el collar en las manos, e incluso parecía complacido. Lo miré, él era el que había hecho mal, pero estaba actuando como si fuera la víctima. Sabía que intentaba usar los rumores para obligarme a ceder. Era un verdadero canalla. La rabia me subió a la garganta. —Patricia, este collar es mi sinceridad. Acéptalo. —Insistió, intentando presionarme con la opinión pública. —La señorita de la familia Cisneros no se rebaja con un collar tan barato.

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