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Capítulo 6

Antes de que Julieta pudiera decir nada, el carro se alejó. Se quedó de pie bajo el sol abrasador, mirando la estela del vehículo. Ese carro se lo había regalado Julieta en su primer aniversario. Aún recordaba la ilusión con la que esperaba sorprenderlo. Él solo le echó una mirada y nunca lo condujo. Hoy, po primera vez en cinco años, lo manejaba. Para dejarla atrás mientras llevaba a otra mujer. Así que, no seguiría esperándolo. "Yo no tengo que esperarte. No estoy obligada a esperarte." Tras almorzar, Julieta llamó un carro y, con sus guardaespaldas, se dirigió sola a la playa. El itinerario y el hotel ya estaban reservados; no pensaba desperdiciarlos. Durante el trayecto, Héctor la llamó tres veces. Para él, eso ya era mucho. Julieta no contestó ninguna. El primer día disfrutó de todo lo que había planeado, las actividades, los paseos, los sitios que siempre quiso visitar. Al día siguiente, caminando por la orilla, vio a Isabela con Héctor, quien le limpiaba la comisura de los labios mientras sostenía una bolsa de comida. Al verla, Héctor se detuvo en seco. —¿Cuándo llegaste? ¿Por qué no avisaste? Ayer Isabela y yo te buscamos mucho. Está en reposo y fue un día agotador. "Por culpa de ella pasé más de cinco horas en el carro. ¿Eso no cuenta?" Reprimió el resto de las palabras; discutir no tenía sentido. Se dio la vuelta y se internó en el mar, dejando a ambos atrás. Isabela corrió tras ella, con una voz baja que destilaba arrogancia: —Julieta, eres tan tonta. Por más tiempo que pases con Héctor, su corazón siempre será mío. Julieta sonrió con ironía: —¿Llevas tanto tiempo con él y aún no sabes que solo eres un reemplazo? El rostro de Isabela se tensó, pero para Julieta no fue ninguna victoria. Aburrida, Julieta comenzó a patear el agua. De pronto, una mano la agarró con fuerza y la arrastró hacia adelante. Frente a ella, un acantilado submarino, negro y sin fondo. —Tu aire de superioridad me enferma. Héctor dice que no sabes nadar, a ver si esta vez aprendes la lección. Soltó su agarre y se alejó nadando con agilidad. El agua en el acantilado era gélida. Julieta, mala nadadora, se dejó ganar por el pánico. Tragó varias bocanadas de agua, intentó impulsarse hacia la orilla, pero una corriente de resaca la empujaba mar adentro. A lo lejos oyó un grito de auxilio, la misma corriente había atrapado a Isabela. Pero ella, más fuerte, lograba al menos mantener la respiración. Entre las olas agitadas, Julieta vio a Héctor lanzarse al agua. Avanzaba a brazadas potentes, veloces. Julieta, desesperada, se aferró a su brazo, tratando de sacar la cabeza para tomar aire. Él, sin mirarla, le apartó la mano con brusquedad. No tuvo tiempo de inhalar: volvió a hundirse. La sensación de asfixia le recorrió el cuerpo como un fuego helado. Esta vez Julieta no tenía fuerzas para luchar. Antes de desvanecerse, vio a Héctor alejándose con Isabela. La negrura la envolvió y su cuerpo se dejó caer en el abismo. —¿Señorita Julieta, cómo se siente? Julieta escupió agua y descubrió que yacía en la arena, con los dos guardaespaldas empapados a su lado. Apretó la mano de uno de ellos y, mirando el cielo azul intenso, sintió los ojos arder. Una lágrima le resbaló por la mejilla. —¡Julieta! Héctor apartó a la gente y llegó corriendo. Al verla a salvo, exhaló aliviado: —Hace un momento yo... Julieta no quiso escucharlo ni verlo. Ordenó a los guardaespaldas: —Llévenme al hotel. Ayúdenme, no tengo fuerzas. Héctor se agachó para rodearla por la cintura: —Yo te llevo. Ella lo empujó con una mueca amarga, pero sus brazos eran de hierro. Ella dijo, con una risa sarcástica: —Isabela me empujó al mar. Eso es intento de asesinato. Si llamas a la policía y la arrestan, entonces te dejo que me lleves. Respondió Héctor de inmediato: —Ella solo quería animarte, que jugaran en el agua. No sabía que había un acantilado. La malinterpretas. Tal y como lo esperaba. Sentenció Julieta con frialdad: —Entonces aléjate de mí. El odio en su mirada hizo que a Héctor se le desmoronara la fuerza. —Héctor... La voz llorosa de Isabela sonó a sus espaldas. Él, por reflejo, se volvió. Cuando miró de nuevo al frente, Julieta ya se había incorporado con la ayuda de los guardaespaldas y se alejaba. Aquella silueta delgada era como una aguja clavada en su corazón. Al caer la tarde, Isabela golpeó la puerta de la habitación de Julieta. —¿Quién es Elisa? Esta tarde, cuando me salvó, no dejaba de llamarme Elisa. Julieta se quedó helada. Acarició el moretón de su brazo, la marca que le había dejado el manotazo de Héctor en el mar. —Su primer amor, se suicidó arrojándose al mar. —¿Soy el reemplazo de Elisa? —Isabela quedó unos segundos en blanco y luego entornó los ojos con malicia. —¿Y qué si lo soy? Los muertos no pueden competir con los vivos. —Al menos yo tengo un rostro que me hace ganar. Tú no tienes nada. Sin talento, debiste retirarte hace tiempo.

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