Capítulo 3
Apenas terminó de hablar, el mesero llegó con los platos.
Pero justo al llegar a la mesa, resbaló y toda una sopera de caldo caliente se volcó hacia ellas.
En un instante, Rosa vio cómo Carlos se giraba sin dudarlo, protegiendo con fuerza a Patricia entre sus brazos.
Ella, en cambio, no tuvo a nadie que la defendiera, el caldo hirviendo se derramó directamente sobre su brazo y su pecho, quemándole la piel como fuego.
—¡Ahhh!
Gritó de dolor, pero antes de reaccionar, Diego corrió llorando y la empujó al suelo.
—¡Quítate! ¡No estorbes!
Rosa cayó, golpeándose el codo; las ampollas reventaron y empezó a sangrar. Diego no le prestó ni una mirada, se lanzó directo hacia Patricia.
—¡Patricia! ¿Estás bien? ¿Te duele? —Lloraba desconsolado, con las manos temblando sin atreverse a tocarla.
Carlos la sostenía con ternura, su voz cálida parecía irreconocible: —¿Te quemaste? Déjame ver.
Ambos la rodeaban, limpiándole con cuidado con servilletas, como si Patricia fuera una pieza frágil de cristal.
Rosa seguía en el suelo, con el brazo y el pecho en carne viva, pero nadie la miró.
Diego, de repente, giró la cabeza y le lanzó una mirada llena de odio: —¡Todo es tu culpa! ¡Eres una maldita desgracia! Si no nos hubieras seguido, Patricia no te habría cedido su asiento; si no lo hubiera hecho, ella no estaría herida.
Carlos también la miró con frialdad, como si juzgara a una criminal: —¿Estás satisfecha ahora?
Mientras ayudaban a Patricia a salir, Diego todavía se volvió para gritarle: —¡Más te vale desaparecer para siempre!
Los comensales la señalaban y murmuraban. Unos le ofrecían pañuelos; otros decían: —Qué mujer tan desdichada.
Apoyándose en una mesa, Rosa logró ponerse de pie. Las ampollas de su brazo estaban enormes, pero ella ya ni siquiera sentía dolor.
Tomó un taxi por su cuenta y se dirigió al hospital.
El médico, tras revisarla, frunció el ceño: —Las heridas están un poco infectadas, necesita quedarse internada unos días en observación.
Ella asintió y realizó los trámites de hospitalización con calma.
Durante esos días, Carlos y Diego desaparecieron como si la tierra se los hubiera tragado.
Ni llamadas, ni mensajes, ni siquiera una palabra de cortesía.
En cambio, las enfermeras solían reunirse a murmurar entre sí: —Esa paciente de la habitación VIP es muy querida por su esposo y su hijo. Apenas se le enrojeció un poco la piel y el niño se puso a llorar como loco.
—Sí, hasta le da de beber en la boca. Le compraron la mejor crema, como si temieran que le quedara una cicatriz.
Al principio, Rosa no les prestó atención. Hasta que un día, camino a hacerse un chequeo, pasó frente a la habitación VIP y, por la rendija de la puerta, vio la escena.
Carlos aplicaba pomada en la piel de Patricia con sumo cuidado. Diego, con un vaso de agua tibia, esperaba ansioso para dárselo.
Patricia, con tono juguetón, dijo: —Ya casi estoy bien. Vayan a ver a Rosa, ¿no estaba con el asunto del divorcio?
Carlos ni levantó la cabeza, su voz era fría: —El divorcio no es más que un chantaje. En realidad no se atrevería a dejarnos.
Diego se burló también: —Exacto. Ella nos ama demasiado, vive solo para ti y para mí. Si nos dejara, no sabría cómo seguir viviendo.
Patricia suspiró: —Quizá esta vez sí está realmente dolida. ¿No piensan ir a consolarla?
Carlos respondió con una seguridad que helaba: —No hace falta. Déjala unos días y volverá sola, como siempre. Al final, será ella la que venga a pedir perdón.
De pie frente a la puerta, Rosa hundió las uñas en su propia palma.
Entonces entendió que, para ellos, cada súplica y humillación de su vida pasada solo fue motivo de burla y manipulación.
Pero esta vez no sería así.
¡Y nunca más lo sería!