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Capítulo 1

Viviana Herrera era la flor más mimada y deslumbrante de todo Río Alegre. Increíblemente guapa, con una mirada podía hechizar el alma de cualquiera. Se decía que los hombres atraídos por ella podían formar sin problema alguno una fila desde el centro de la ciudad hasta las afueras, pero Viviana ni siquiera se molestaba en alzar los párpados para mirarlos. Hasta que una amiga le propuso una apuesta: —Viviana, si logras conquistar a mi tío Gustavo, ¡puedes escoger cualquier auto de los que tengo en el garaje! Gustavo Castro era el hombre al mando del Grupo Altamira, reservado y comedido, con un porte noble y arrogante. Para muchas damas de la alta sociedad, él era inalcanzable, frío e impenetrable. Se rumoreaba que ni siquiera una zancuda hembra podía acercársele. Pero Viviana sonrió. Jamás había fallado en conseguir lo que deseaba. Sin embargo, los planes no siempre sobreviven a los imprevistos. El primer día tras aceptar la apuesta, se encontró justo con Gustavo bajo los efectos de una droga. Viviana, que ya tenía intenciones de acercarse, se convirtió por casualidad en su antídoto. Después de esa noche, Gustavo, ese hombre que parecía un iceberg eterno, pareció haberse agrietado por ella. Durante tres años, los dos fueron inseparables. Y en esos incontables momentos de intimidad, el corazón de Viviana comenzó a rendirse poco a poco ante él. Ella creyó que ese hombre, tan codiciado por todas, también le pertenecía. Hasta que esa noche, después de una apasionada unión en el auto, notó que él había perdido su gemelo de zafiro. Lo recogió, pensando en devolvérselo. La puerta de la sala privada al final del pasillo estaba entreabierta. Justo cuando iba a empujarla, de repente escuchó risas desde el interior. —Gustavo, ¿vienes de los brazos de alguien? Esa Viviana... normalmente es tan altiva, como una gatita salvaje que no le rinde cuentas a nadie. ¿Cómo es que contigo se vuelve tan dulce y encantadora? Me dan ganas a mí también de probarla. ¿Cuándo piensas casarte con ella? Viviana se detuvo en seco. Por alguna extraña razón, su corazón se llenó de ansiedad. Entonces, escuchó esa voz indiferente, tan familiar que la sentía hasta en los huesos: —Ella es solo mi compañera de cama. ¿Cómo podría casarme con alguien así? Una frase ligera, casi flotando en el aire, que se clavó en el corazón de Viviana. Dentro del salón privado se instaló un silencio extraño y sofocante. Al parecer, incluso sus amigos se habían quedado atónitos ante esa definición tan directa y cruel. No se sabía cuánto tiempo había pasado hasta que alguien, con suma cautela, rompió el silencio: —No puede ser, Gustavo... Ya han pasado tres años... ¿Todavía... todavía piensas en tu primer amor? ¿Su primer amor? Viviana sintió un ligero zumbido en la cabeza, como si todo se hubiera quedado en blanco. ¿Gustavo... tuvo un primer amor? Ella permanecía inmóvil fuera de la puerta, como una marioneta a la que le hubieran arrancado el alma, escuchando cómo Gustavo respondía con tono indiferente: —Cuando terminamos, ella me pidió tres años. Dijo que quería probar con otras personas, y me pidió que yo también lo hiciera. Si después de eso aún nos queríamos, volveríamos a estar juntos. —Era caprichosa, insegura... Así que hice lo que me pidió. —Han pasado ya tres largos años. Ya he probado. —Hizo una pausa, y en su voz pareció deslizarse una esperanza leve, pero imposible de ignorar. —Ella también debería estar por volver. Viviana sintió como si un rayo la hubiera partido en dos. Todo su cuerpo se heló, hasta la punta de los dedos le temblaba. Tres años de pasión, de incontables momentos que ella creyó significativos, solo habían sido, para él, un simple experimento. Una prueba con otra persona. —¿Y qué hay de Viviana? Con lo temperamental que es, como una petardita que estalla por nada... Si se entera... De repente una voz se alzó, pero no alcanzó a terminar la frase. Porque en ese momento, la pesada puerta del salón fue empujada con fuerza por Viviana. Todos en la sala se sobresaltaron, volviendo la mirada al mismo tiempo hacia la entrada. Viviana estaba allí, pálida como un fantasma. Solo sus ojos, enrojecidos al extremo, parecían a punto de sangrar. No miró a nadie más. Su mirada estaba clavada, fija, en el hombre sentado en la cabecera. Gustavo vestía su impecable traje, la espalda erguida, la postura elegante. No mostró ni sorpresa ni tampoco nerviosismo ante su repentina aparición. Seguía con esa expresión serena y fría, como si nada pudiera alterarlo. Pero fue precisamente esa frialdad suya la que se sintió como la última pizca de sal rociada sobre el pecho de Viviana, ya ensangrentado y desgarrado. Porque si él la quisiera aunque fuera un poco, ¡de ninguna manera reaccionaría así! Ella se acercó a él, miró ese rostro que había amado durante tres largos años, y con la voz rota preguntó: —Gustavo, ¿no tienes nada que decirme? Gustavo alzó la vista, mirándola con calma: —No tengo nada que decir. Es exactamente lo que escuchaste. —Nuestra relación era la de compañeros de cama. Siempre pensé que lo tenías claro. —Cecilia apostó contigo que, si lograbas conquistarme, podrías escoger cualquier coche de su garaje. Si sientes que esos autos no son suficientes... Sus dedos largos y definidos sacaron con agilidad una tarjeta bancaria negra del bolsillo interior de su saco, y la empujaron con suavidad sobre la mesita frente a Viviana: —Aquí están catorce millones de dólares. Considéralo el pago por estos tres años... siempre disponible cuando yo lo necesitaba. —A partir de ahora, nuestra relación termina por completo. Al decir esto, se puso de pie, listo para marcharse. Pero justo cuando pasó a su lado, Viviana extendió el brazo de repente y le agarró la muñeca con fuerza. Sus manos estaban heladas, y apretaba con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Gustavo se detuvo en seco. Entonces la escuchó. Esa mujer tan orgullosa, en ese momento parecía aferrarse a su última esperanza, usando hasta la última gota de energía. Su voz, hecha pedazos, resonó con claridad en el silencioso salón: —¡Pero... yo me enamoré! "¡Gustavo, me enamoré de ti!" Ni siquiera sabía cuándo exactamente había empezado a sentirlo. Tal vez fue aquel invierno, cuando ella estaba demasiado perezosa para ponerse los zapatos, y él se agachó cariñoso, con sus manos tibias envolviendo su tobillo helado para calzarle unas pantuflas. Tal vez fue durante la cirugía de apendicitis, cuando, medio consciente por el dolor, despertó y lo vio sentado allí junto a su cama, con ojeras. Tal vez fue en tantas noches, cuando él regresaba de compromisos sociales, con un tenue aroma a alcohol, pero aun así recordaba que ella temía a los truenos y la abrazaba con fuerza... Tantos recuerdos, pequeños y cotidianos, se habían convertido en una oleada imparable que ahora la ahogaba por completo. Y ahora, él le decía con total frialdad que solo había sido una compañera de cama. "¡Gustavo, eres demasiado cruel!" A Gustavo se le entreabrieron los labios finos. Iba a hablar cuando, de repente, sonó su celular. Lo sacó, y la pantalla se iluminó. Una vista previa del nuevo mensaje apareció frente a los ojos de Viviana. [Gustavo, han pasado tres años. Ya probé, y sigo queriéndote solo a ti. Volvamos.] En ese instante, Viviana sintió cómo su mundo se desmoronaba en un dos por tres. Gustavo mantuvo la mirada unos segundos sobre la pantalla y luego fue separando, uno a uno, los dedos con los que Viviana lo sujetaba. —Perdon. —dijo. —Yo no me enamoré. Y sin volver la vista atrás, se dio media vuelta y se fue con pasos firmes y decididos.
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