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Capítulo 3

Viviana volvió a despertar en el hospital. Una enfermera ajustaba el suero en el dorso de su mano y, al verla despertar, dijo: —¿Señorita Viviana, por fin despertó? Sus heridas no son leves, y necesita quedarse hospitalizada bajo estricta observación. También hay que contactar a algún familiar para que se encargue de los gastos médicos... Viviana miró fijamente al techo, con la mirada vacía, sin dar ninguna respuesta. La enfermera repitió de nuevo: —¿Señorita Viviana...? —Ya pagué los gastos médicos. Una voz grave, tan familiar que hizo que su corazón se estremeciera, resonó desde la puerta. Viviana giró con brusquedad la cabeza y vio a Gustavo, vestido con un traje negro, de pie en la entrada de la habitación, con una postura recta y firme. La enfermera, al percatarse de la situación, se retiró discretamente del cuarto. Gustavo entró, su mirada se posó por unos segundos sobre las heridas vendadas de ella, luego extendió la mano, como si quisiera tocarle la frente. Viviana apartó el rostro para evitar el contacto: —El señor Gustavo está tan ocupado todos los días, ¿para qué molestarse en cuidar de alguien que no tiene nada que ver con usted? Al escuchar eso, el movimiento de Gustavo se detuvo en seco: —Si no vengo yo, ¿quién más vendría? Una sola frase, como un cuchillo afilado, atravesó con precisión el punto más doloroso y sensible del corazón de Viviana. Sí, no había nadie que viniera a verla. Su madre había muerto hacía tiempo, y su padre era parcial, su madrastra, hipócrita. Aquella casa hacía mucho que dejó de ser un hogar para ella. Solo podía esconderse detrás de su arrogancia y rebeldía, y fingir que no necesitaba a nadie, que no le importaba nada. Durante estos tres años, fue Gustavo quien, una y otra vez, apareció cuando ella más lo necesitaba, quien la hizo acostumbrarse a depender de alguien, quien la hizo creer que por fin había encontrado un refugio. Pero ahora, fue él quien preciso la empujó de nuevo al abismo con sus propias manos. El dolor en el corazón de Viviana era tan intenso que ya se sentía entumecida: —Aunque no venga nadie, no necesito que usted se ocupe de mí. ¡Fue usted quien dijo que ya se había acabado todo entre nosotros! Señor Gustavo, no me humillaré hasta ese punto. ¡Usted dijo que yo no le gustaba, así que no tengo por qué seguir persiguiéndolo desesperadamente! Trató de mantener el último rastro de orgullo, y contraatacó sin miramientos: —¿Acaso creyó que cuando dije que me estaba enamorando, hablaba en serio? Solo lo dije por decir. Así como usted me veía como una compañera de cama, yo también lo veía igual. ¡Y tampoco es que fuera tan bueno! Cuando me recupere, por supuesto que buscaré a alguien mejor... más joven... para eso. Gustavo la miró con expresión inescrutable. Sus cejas se fruncieron apenas al ver cómo fingía estar furiosa, mientras los ojos se le enrojecían. En ese momento, una enfermera entró apresurada: —Señor Gustavo, la señorita Olivia ya terminó los exámenes y ha estado preguntando por usted. Viviana reaccionó de inmediato como un gato al que le pisan la cola y dijo: —¡Vete a acompañar a tu primer amor, aquí no te necesito! Gustavo la miró en silencio durante unos segundos y, al final, habló con un tono distante: —No estoy aquí por otra razón. —Eres amiga de Cecilia. Ella me pidió que te cuidara. Viviana no pudo contenerse y soltó una carcajada. Se reía con todo el cuerpo, temblando, lo cual le provocaba un dolor punzante en las heridas, pero aun así, no era nada comparado con el que sentía en el pecho. —Gustavo, quédate tranquilo... —dijo al fin, dejando de reír. Levantó el rostro empapado de lágrimas, con una mirada distante y rota. —No soy tan ridícula como para malinterpretar las cosas. El pecho de Gustavo se contrajo ligeramente, y en sus profundos ojos pareció cruzar una sombra leve, tan fugaz que era imposible atraparla. Era la primera vez que veía llorar a Viviana. Antes, incluso cuando la hacía sufrir en la cama, lo más que llegaba a ver eran solo los bordes de sus ojos enrojecidos, mordiéndose los labios con obstinación, sin dejar que se le escapara una sola lágrima. Ahora, al ver el rastro claro de lágrimas en su rostro, frunció aún más el ceño. Su nuez de Adán se movió levemente, como si quisiera decir algo, pero al final no dijo nada. Se dio la vuelta y salió a paso largo de la habitación detrás de la enfermera. Al observar su espalda mientras se alejaba sin dudar, Viviana por fin no pudo más, se desplomó con dolor sobre la cama y dejó que las lágrimas empaparan silenciosamente la almohada. Pensó que iba a llorar por mucho tiempo, pero lo extraño fue que, al poco rato, las lágrimas simplemente dejaron de caer. Lo único que quedó fue un frío muerto y absoluto. Durante los días siguientes, estuvo sola en el hospital, cuidándose por su cuenta. Sentía un sudor frío cada vez que le cambiaban las vendas por el dolor, y además tampoco tenía apetito a la hora de comer. A veces alcanzaba a oír a las enfermeras susurrar en el pasillo, comentando cómo la señorita Olivia, en la habitación VIP contigua, era realmente afortunada, que el señor Gustavo era increíblemente atento con ella: le daba de comer, le acercaba el agua, la cuidaba con esmero por las noches... como si temiera que se deshiciera entre sus manos. Una vez, al pasar por esa habitación, vio por la rendija de la puerta entreabierta a Gustavo sentado al borde de la cama, pelando una manzana, mientras Olivia se recostaba sobre su hombro, sonriendo con dulzura. Esa imagen fue como un clavo ardiente que se incrustó con violencia en sus pupilas, haciéndole oscurecer la vista del dolor y retorcerse por dentro con espasmos en el corazón. Pero no lloró. La mayor virtud de Viviana era que sabía amar... Y también sabía soltar. A partir de ese preciso momento, no volvería a derramar una sola lágrima por Gustavo. Después de recibir el alta, lo primero que hizo fue tramitar enseguida su visa. No quería quedarse ni un segundo más en esa ciudad.

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