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Capítulo 8 Ella tiene un valor solitario

Juan no era particularmente bueno jugando al billar, pero estaba convencido de que vencer a Nora no sería ningún problema. Ambos siguieron las reglas estadounidenses, y el saque inicial le correspondió a Juan. Sostenía el taco con soltura y su postura resultaba elegante; sin embargo, tras meter dos bolas, falló en la tercera. Se frotó la barbilla a modo de excusa. —Solo me faltó un poco, la mesa no está del todo nivelada. Todos estallaron en carcajadas. Nora apretó los labios sin decir nada. Se inclinó hacia adelante y metió la primera bola con un movimiento limpio y preciso. Luego metió la segunda, la tercera... Con cada ¡clac! nítido, las bolas fueron desapareciendo una a una. La tensión alrededor de la mesa aumentaba. Juan empezó a ponerse nervioso. —¡Vamos, Nora! Sabes jugar, ¿Estabas escondiendo tu nivel? Nora no respondió; su expresión era de concentración absoluta. No se detuvo hasta limpiar la mesa por completo. Se enderezó, dejó el taco sobre la mesa y explicó con toda seriedad: —Sé jugar un poco, aunque no soy muy buena. Juan la miró sin palabras, sintiéndose completamente engañado. Nora temía que él no cumpliera con su parte del trato. —Señor Juan, todos escucharon la apuesta de hace un momento. Dicho esto, Nora alzó la mirada hacia Martín. Él apartó el cigarrillo de sus labios, levantó apenas los párpados y cruzó la mirada con ella a través del humo. Su expresión era oscura e inescrutable. Juan soltó una risita irónica. —Vaya, es la primera vez que veo a alguien tan persistente. Vámonos, muchachos, dejen que tenga su momento. En un abrir y cerrar de ojos, la bulliciosa multitud desapareció. Nora caminó en silencio hacia la puerta, la cerró con cuidado y se giró, avanzando paso a paso hacia el sofá. Martín seguía fumando con calma, somnoliento. Nora, en cambio, sentía que su corazón estaba a punto de salirse de su pecho. Llegó hasta el sofá y, de repente, se agachó. Tomó con suavidad su muñeca y, sacando del bolsillo trasero la mancuerna que le pertenecía, la colocó de nuevo en su lugar. Con sus delicadas manos, manipuló hábilmente el accesorio en su muñeca hasta asegurarlo. Sus ojos se detuvieron un instante en su mano, de nudillos marcados y elegantes. Murmuró: —No sé si es más bonita la mancuerna, o la mano del señor Martín. Mientras hablaba, dibujó con dos dedos un pequeño círculo en la palma del hombre. Apenas dio dos vueltas cuando toda su pequeña mano fue atrapada de golpe por la cálida y fuerte palma de él. Nora se estremeció de pies a cabeza y casi terminó de rodillas en el suelo. —¿Qué intentas hacer? La voz del hombre era baja y ronca, y la presión en su mano se hacía cada vez más intensa. Nora sintió que los huesos de sus dedos estaban a punto de romperse bajo esa fuerza. Con dificultad, logró levantarse del suelo y se sentó en el sofá, suplicando con un hilo de voz, los ojos brillantes de dolor. —Señor Martín, suéltame un poco, duele mucho. —Si sabes que duele, entonces lárgate. Sin piedad alguna, él apartó su mano de un golpe. Las articulaciones de sus dedos palpitaban de dolor. Nora aguantó un par de segundos y, en el instante siguiente, apretó los dientes, levantó el dobladillo de su falda ajustada y, con un movimiento ágil, se subió a sus piernas. Quizá él no esperaba en absoluto que ella se atreviera a algo así, por lo que lo tomó por sorpresa. Durante ese breve instante en que sus miradas se cruzaron, él alzó apenas los párpados, pero no la empujó. Nora aprovechó la oportunidad: enroscó sus brazos alrededor de su cuello y, sin vacilar un segundo, besó aquella cara de facciones profundas y elegantes. Pilar siempre decía que hasta el acero cede ante la ternura. Nora no lo creía; dudaba que un hombre como él pudiera ser más duro que una placa de acero. Nora no sabía besar bien; no tenía técnica, solo coraje. Sus movimientos eran torpes, pero llenos de pasión. Recorrió con sus labios desde sus cejas y su mirada fría hasta el puente altivo de su nariz, y finalmente descendió hasta sus labios delgados y firmes. Ansiosa, derramó toda su dulzura húmeda y cálida sobre sus labios, intentando abrir paso entre sus dientes, pero los de él parecían una compuerta cerrada con candado: por más que insistía, no lograba forzarla. Con los ojos cerrados y la respiración agitada, sostenida sobre sus muslos con sus piernas, frotó la parte superior de su cuerpo de un lado a otro sobre su pecho, mientras sus manos vagaban sin rumbo definido por la nuca del hombre, acariciándola una y otra vez.

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