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Capítulo 5

Sofía regresó a la casa de los Barrera y ordenó que retiraran todas las fotos de boda de las paredes. Luego reunió los regalos que Julián le había hecho y todos los objetos que habían compartido como pareja, y los redujo a cenizas. Después salió al jardín, donde se extendía un gran campo de gardenias que Julián había plantado especialmente para ella. Él solía decirle que las gardenias representaban su amor: puro e inmaculado. Sofía tomó una de las flores entre sus manos; su fragancia suave y fresca envolvió sus sentidos. Un segundo después, aplastó con fuerza los pétalos entre los dedos, dejándolos caer sobre la tierra. Con la cara inexpresiva, encendió un fósforo y prendió fuego al jardín, observando cómo las llamas devoraban cada rincón hasta dejarlo completamente arrasado. El resplandor del fuego se reflejaba en sus pupilas, vacías y sin vida. El dolor, tardío pero implacable, brotó desde lo más profundo de su pecho, tan intenso que superaba incluso las heridas físicas. Era un dolor punzante, como el que queda después de limpiar una herida arrancando el veneno del hueso. Por suerte, en tres días todo terminaría. Podría dejarlo todo atrás. Comenzaría una nueva vida. Cuando Julián regresó a casa con María en brazos, apenas notó que el lugar se veía más despejado de lo habitual. No percibió nada fuera de lo común. Al verla empacando sus cosas, arrugó la frente y preguntó distraídamente: —Sofi, ¿por qué estás guardando tus cosas? Ella respondió sin volver la vista: —Mis padres planean viajar al extranjero unos días. Los acompañaré. —¿Cuándo? Voy a revisar mi agenda; si tengo tiempo, puedo ir con ustedes. Por cierto, María nunca ha salido del país. Podría acompañarnos. —Sí, Sofía. —Intervino María con tono meloso. —Yo también tengo muchas ganas de viajar. Ante esas palabras, Sofía se detuvo un instante antes de responder con calma: —Le pregunté a tu asistente por tu agenda. En esas fechas estarás ocupado con unos clientes, no tendrás tiempo. Además, María aún necesita tratamiento médico; no creo que sea conveniente que esté viajando tanto. Julián se quedó en silencio por un momento y no volvió a insistir. El asunto del viaje al extranjero, finalmente, quedó en el olvido. Al día siguiente, la oficina notarial notificó a Sofía que debía presentarse para recoger los documentos certificados. Justo en el momento en que cruzó la puerta de salida, alguien la sujetó por detrás, cubriéndole la boca y la nariz. Un fuerte olor a éter invadió el aire, y Sofía sintió un estremecimiento recorrerle todo el cuerpo. Pero no tuvo tiempo de reaccionar: en cuestión de segundos perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, todo estaba sumido en la oscuridad. Tenía los ojos cubiertos con una tela negra, las manos atadas a la espalda con bridas de plástico y los pies firmemente amarrados con cuerdas. El aire estaba impregnado de un hedor a comida podrida, mezclado con el olor húmedo y agrio de un establo donde se criaban animales. Quizás por la intensidad de la luz del sol, la tela tosca de arpillera que cubría sus ojos dejaba filtrar algunos destellos de claridad. A través de esas pequeñas rendijas, alcanzó a distinguir dos figuras: un hombre y una mujer conversando en voz baja. Sofía reconoció al instante la cara de la mujer: era María. Ella lo observaba con impaciencia, la voz cargada de reproche. —¿No te dije que la mataras? ¿Para qué la trajiste aquí? El hombre, con una cicatriz que le cruzaba la cara, encendió un cigarrillo con movimientos mecánicos y exhaló una densa nube de humo antes de responder con voz ronca y áspera: —Es para sacar más dinero, ¿qué creías? María, las cosas que me pediste no son baratas, y con el dinero que me diste no alcanza ni de lejos. Al oírlo, la cara de María se contrajo de furia. —¡Todo esto es culpa de esa mujer miserable! Sus ojos se dirigieron hacia Sofía. Ella contuvo la respiración y permaneció inmóvil, sin atreverse a hacer un solo sonido. —¡Esa vez pude haberme llevado todas esas cosas valiosas para venderlas, pero ella lo arruinó todo y tuve que devolverlas! La voz de María rebosaba de ira y frustración. —Esa mercancía llegará pronto. Ya sabes cómo funciona esto: dinero por mercancía. Ahora solo podemos conseguir algo de dinero gracias a la esposa de Julián. Dijo el hombre de la cicatriz, apagando el cigarrillo y escupiendo al suelo. —¿Ya lo avisaste? Preguntó María, alzando la mirada con impaciencia. El hombre negó con la cabeza. —Te estaba esperando. Tú eres la hermana de Julián, deberías saber bien cuánto vale esa mujer. María reflexionó unos segundos antes de responder: —Quinientos mil dólares, tal vez. —Perfecto. El hombre de la cicatriz asintió y comenzó a escribir un mensaje dirigido a Julián. Sin embargo, mientras lo hacía, su cuerpo comenzó a convulsionar; empezó a temblar incontrolablemente y el celular se le cayó al suelo. María lo reconoció de inmediato: estaba sufriendo un ataque de abstinencia. Sacó una jeringa de su bolso y, sin dudarlo, le inyectó la dosis directamente en la vena. Unos minutos después, el hombre abrió lentamente los ojos, aún jadeante. —Gracias... —Si de verdad me lo agradeces, podrías conseguirme algo mejor. Respondió María con indiferencia mientras guardaba la jeringa con movimientos hábiles. El hombre soltó una risa áspera. —Heh... Justo tengo algo bueno conmigo. Pensaba quedármelo, pero por haberme ayudado, te dejaré probar un poco. Dicho esto, sacó un pequeño paquete con la imagen de un payaso barbudo impresa en la superficie. —Es nuevo. De altísima pureza. Con una sola inhalación te sentirás en el cielo. Los ojos de María se iluminaron con un destello de euforia. Sofía los observaba con una tensión insoportable. Veía cómo ambos se relajaban poco a poco, sus miradas se volvían vidriosas y sus cuerpos parecían flotar. Entonces lo comprendió. Esa era su oportunidad.

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