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Capítulo 17

Una vez que surgió ese pensamiento absurdo y humilde, comenzó a crecer de manera descontrolada. Alejandro fue relajando poco a poco toda la fuerza de su cuerpo; no esquivaba ni contraatacaba, permitiendo que los puños de los guardaespaldas cayeran sobre él como una lluvia intensa. El dolor agudo provenía de todas partes de su cuerpo, y aun así esperaba descubrir en Ana algún atisbo de conmoción, si es que existía. No sabía cuánto tiempo había pasado cuando, con la conciencia ya un poco borrosa, por fin escuchó la voz que tanto había añorado. —Basta, Marta, haz que los guardaespaldas se detengan —dijo Ana con frialdad. Marta, algo resentida, preguntó: —Ana, ¿lo vas a dejar ir así? Pero aun así ordenó a los guardaespaldas detenerse. En cuanto escuchó la voz de Ana, sus ojos, antes apagados, se iluminaron como si guardaran una pequeña llama. Se apoyó con las manos en el suelo y, tambaleándose, se puso de pie sin apartar la mirada de Ana ni un segundo. Alejandro estaba a punto de preguntar

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