Capítulo 4
La corona de fénix estaba guardada en la caja fuerte; solo el iris de Sofía podía abrirla.
Después de sacarla, acarició suavemente los pétalos hechos de cristal de colores, y su mirada se tornó distante.
Cuando Salvador le regaló la corona de fénix, creyó haber encontrado el amor de su vida y, abrazándolo, lloró de felicidad hasta desbordar en lágrimas.
Si no hubiera tenido la oportunidad de volver a empezar, no habría logrado ver la determinación cruel que se ocultaba bajo su apariencia afectuosa.
Su corazón ya había muerto, y aquella corona de fénix tampoco le importaba ya.
Sin embargo, no se la daría a Valeria.
Sofía bajó la mirada para ocultar los pensamientos que agitaban su interior y, sosteniendo la corona de fénix, descendió las escaleras.
En el segundo exacto en que Valeria, impaciente, extendió la mano para tomarla, Sofía alzó el brazo de golpe y la estrelló con fuerza contra el suelo.
Las borlas hechas de hileras de perlas se rompieron una tras otra, y los pétalos de cristal se hicieron añicos.
Mirando a Valeria, que había quedado inmóvil, Sofía habló con un tono sereno, cargado de burla: —¿Acaso cualquier persona es digna de codiciar mi corona de fénix?
Los semblantes de Salvador y Emilio cambiaron de color al mismo tiempo.
Valeria quedó atónita por un instante y, acto seguido, sus ojos se enrojecieron.
—Hermana, si no querías darme la corona de fénix, no pasaba nada, pero ¿cómo pudiste destruirla? ¿Haciendo esto, crees que eres digna de Salvador?
Salvador miró a Valeria, con lágrimas como flores de peral cubriéndole las mejillas, y una intensa ira se concentró entre sus cejas.
—Sofía, has ido demasiado lejos. Según las reglas de la familia, dañar una reliquia heredada se castiga con cincuenta latigazos. Delante de Emilio, ¿cómo esperas que te excuse?
Sofía respondió con absoluta calma: —No importa, golpéame.
Cuando la mirada de Salvador se cruzó con la muerte absoluta que habitaba en los ojos de ella, una irritación inexplicable surgió de pronto en su interior, y dio fríamente la orden a los guardaespaldas de aplicar el castigo familiar.
El látigo, brillando con un destello gélido, cayó con fuerza, acompañado de un silbido cortante en el aire.
El cuerpo de Sofía se tensó de golpe; de su garganta escapó un gemido triste, como el de una cría herida, pero apretó los labios con fuerza y lo reprimió.
¡Paf, paf, paf!
El sonido de los latigazos resonó sin cesar en la villa y solo se detuvo tras completarse los cincuenta golpes.
Sofía cayó al suelo; su cuerpo estaba cubierto de marcas entrecruzadas del látigo, y la sangre que brotaba tiñó de rojo la alfombra bajo ella.
Aun así, durante todo el proceso no emitió ni un solo grito de dolor ni pidió clemencia una sola vez.
Al ver cómo ella temblaba sin control por el dolor, la irritación inexplicable en el corazón de Salvador se volvió aún más intensa.
La tomó en brazos y la llevó de vuelta a la habitación, llamando a un médico privado para que le curara las heridas.
—Sofía, no me culpes; delante de Emilio no podía hacer nada.
Sofía quiso preguntarle si realmente no podía o si simplemente quería desahogar su ira en nombre de Valeria, pero al final no llegó a decirlo.
Porque… ya no tenía sentido.
Durante los tres días siguientes, Salvador permaneció siempre a su lado.
Hasta que, aquella mañana, después de ayudarla a ponerse las gotas para los ojos, le dijo que tenía que ir a la empresa y que ella debía ir sola al hospital para la revisión.
Sofía subió al auto acompañada por los guardaespaldas; no esperaba que, a mitad de camino, fuera secuestrada y encerrada en un club privado.
Quienes la secuestraron fueron tres hombres de aspecto lascivo.
En cuanto cerraron la puerta, los tres mostraron sonrisas viscosas y, compitiendo entre sí, comenzaron a desgarrar la ropa de su cuerpo.
Sofía estaba aterrorizada hasta el extremo y se debatía desesperadamente, empujando con todas sus fuerzas.
—¡Deténganse! ¿Qué creen que están haciendo?
—¡Suéltenme!
Aquellos hombres no dejaban de soltar risas burlonas.
—Señorita Sofía, no se preocupe, solo estamos actuando; no vamos a tocarla de verdad. Coopere un poco y así también podremos cobrar antes.
—No hay más remedio: ¿quién le mandó hacerle daño a la mujer de los ojos del señor Salvador y, además, grabar videos en secreto y difundirlos? Que la pongan en su lugar es más que merecido.
—Si te gusta tanto grabar videos íntimos, en privado seguro eres de lo más descarada. ¿Qué más da que nos divirtamos un rato contigo?
Sofía, como enloquecida, corrió hacia la salida, pero la agarraron del cabello y la arrastraron de vuelta.
Los tres la inmovilizaron; en pocos movimientos le desgarraron la ropa y luego la colocaron en distintas posturas humillantes, fotografiándola frenéticamente.
Durante todo ese tiempo, Sofía se resistió innumerables veces: pateó, golpeó y arañó, pero todo fue en vano.
Tres horas después, la humillación y el tormento por fin terminaron, y los tres hombres se marcharon con aire arrogante.
Sofía recogió del suelo un trozo de tela, se envolvió temblando y, sin poder soportarlo más, se derrumbó en un llanto desgarrador.
Con la vista borrosa, vio cómo la puerta se abría de golpe.
Salvador entró a grandes zancadas, la levantó en brazos y, con una burla fugaz cruzándole los ojos, habló con un tono suave.
—Sofía, no tengas miedo, te sacaré de aquí.