Capítulo 12 Regresando a mi propia casa
—Aquí ya no hay periodistas, ¿puede soltarme la mano, jefe Enrique?
Cuando llegaron al estacionamiento y Mariana comprobó que no había nadie más alrededor, finalmente habló.
Sin embargo, Enrique seguía sin soltarle la mano.
Mariana arrugó la frente, a punto de zafarse, cuando otra voz la interrumpió. —¡Mariana!
El movimiento de Mariana se detuvo al instante.
Luego giró lentamente la cabeza.
Cecilia acababa de detenerse frente a ella y, al notar la marca en la cara de Mariana, exclamó de inmediato: —¿Qué te pasó en la cara?
—No es nada.
Respondió Mariana, aunque de forma inconsciente se acomodó el cabello para cubrir la huella.
Antes de salir incluso se había esmerado en ocultarla con maquillaje.
Pero Cecilia, estando tan cerca, no tardó en descubrirla.
Tras confirmar que no se había equivocado, Cecilia le tomó la mano con preocupación. —¿Te lastimaste? Y tú pie, ¿estás bien?
—Solo fue un esguince. Tengo cosas que hacer, me tengo que ir.
Contestó Mariana, apartando su mano.
—¿Qué cosas tienes que hacer?
Enrique preguntó con voz baja.
Tenía el ceño fruncido y mostraba un evidente desagrado.
—Trabajo —respondió Mariana con calma.
Pero Enrique, sin importarle su respuesta, avanzó, fue a buscar el auto y lo trajo hasta donde estaban.
Cuando el auto se detuvo, Cecilia abrió la puerta del copiloto.
Pero de pronto, como recordando algo, se apresuró a cederle el paso a Mariana. —Perdón, es que ya es costumbre...
Mariana no contestó; al darse cuenta de que Enrique no la dejaría ir, tampoco insistió, abrió la puerta trasera con gesto neutro y subió.
Solo entonces, Cecilia guardó silencio y subió también.
El auto salió del estacionamiento del hospital.
Mariana no dirigió la palabra a Enrique ni a Cecilia, solo mantuvo la mirada baja, revisando su celular.
El Twitter de Lucía por fin había surtido efecto; al menos, sus fanáticas, casi enloquecidas, ya no perseguían a Mariana para atacarla.
Lo que dijera la agencia de publicidad, ya no era su asunto.
—Déjame aquí delante.
Dijo Mariana al guardar el celular. —Me bajo en la estación del metro.
Enrique no contestó y ni siquiera aminoró la marcha.
Cecilia se giró para mirarla. —¿Estás enojada, Mariana? Yo... Fui al hospital porque lo del corazón volvió a molestarme, y Enrique solo me acompañó por miedo a que me pasara algo. Si hubiera sabido que estabas herida...
—No estoy enojada —respondió Mariana tranquila—. Pero no voy para donde van ustedes.
Cecilia titubeó y luego insistió: —Ya es tarde, ¿por qué no dejas la oficina para después? Mejor ve a casa...
—Eso es lo que estoy haciendo —la interrumpió Mariana—. Voy a mi propia casa.
Cecilia se quedó callada, los ojos cada vez más abiertos por la sorpresa.
Mariana no la miró; solo dirigió la vista al conductor. —Ya me mudé, ¿no lo sabías?
—Bueno, seguramente no has vuelto a la casa últimamente. Da igual, te lo digo ahora. Así que... Ya no vuelvo con ustedes. Déjame en...
Antes de que pudiera terminar la frase, un brusco frenazo la interrumpió.
Al mismo tiempo, el carro viró de golpe.
Cecilia, con el cinturón puesto, apenas lo sintió, pero Mariana, sin aviso, se fue hacia adelante y se golpeó la cabeza contra el parabrisas con un golpe seco.
—¿Estás bien, Mariana? —preguntó enseguida Cecilia, mirando luego a Enrique—. ¿Por qué frenaste así de repente?
Enrique no respondió.
Mariana tampoco esperó explicaciones; intentó abrir la puerta trasera para salir.
Pero descubrió que seguía bloqueada.
Entonces escuchó la voz de Enrique. —Tú regresa primero, pide un taxi.
Cuando levantó la mirada, Mariana se dio cuenta de que esas palabras... Iban dirigidas a Cecilia.