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Capítulo 6

La criada estaba sumamente preocupada y no dejaba de llamar a Jesús, pero el teléfono seguía sin ser contestado. Cecilia abrió con esfuerzo sus pesados párpados; su voz era ronca y apenas audible cuando dijo: —No sigas llamando... No va a contestar. Esbozó una sonrisa más dolorosa que el llanto. —Ahora mismo... está celebrando el cumpleaños de Pilar. La criada suspiró y, sin decir más, fue a buscar la medicina para la fiebre. Con cuidado, ayudó a Cecilia a tomarla. Después de ingerirla, ella cayó en un sueño febril y confuso, hasta que, ya entrada la noche, un violento portazo la sobresaltó. Jesús irrumpió en la habitación con el olor del alcohol y el frío de la noche pegados al cuerpo. Su cara estaba sombría, aterradora. —¡Cecilia! —Jesús se acercó a la cama y le sujetó la muñeca con una fuerza brutal, como si quisiera romperle los huesos. —¿Por qué no viniste? ¡Pili te esperó toda la noche! ¡Tiene los ojos hinchados de tanto llorar! ¡Ni siquiera soporto verla derramar una lágrima, y tú te atreves a hacerla sufrir así! Cecilia se sintió mareada por los sacudones; el hielo que llevaba tiempo incrustado en su pecho volvió a resquebrajarse con esas palabras, dejando salir un dolor punzante. Jesús, alguna vez, también había sido incapaz de soportar verla llorar. Levantó lentamente los párpados, observando aquella cara que alguna vez amó hasta lo más profundo del alma, y que ahora le resultaba irreconocible. Todo le pareció tan absurdo. —¿Y entonces? —Su voz, tomada por la fiebre, sonó áspera, pero extrañamente serena: —¿Vas a matarme? Jesús soltó una risa fría. —No. Si la hiciste llorar, entonces tú también llorarás, hasta el final. Sacó su teléfono y marcó un número. —Traigan a los amigos, compañeros y familiares de Cecilia. A todos los que tengan relación con ella. Quien logre hacerla llorar, recibirá un millón de dólares. Media hora después, la mansión estaba llena de gente. La primera en acercarse fue Natalia Barrera, su mejor amiga. Habían ido juntas de compras, compartido secretos y se habían consolado mutuamente en los peores momentos. —Cecilia, por favor, llora —dijo Natalia con voz temblorosa. —Un millón de dólares me alcanzaría para toda la vida. Al ver que Cecilia permanecía impasible, Natalia, de pronto, levantó la mano y le dio una bofetada. —¿Qué finges? ¿Todavía crees que eres la señora Valdez, tan altiva como siempre? La mejilla de Cecilia ardió, pero no derramó ni una lágrima. Después fue el turno de sus compañeros de trabajo, de parientes lejanos, incluso de la niñera que la había cuidado desde pequeña. —El señor Jesús ya no te quiere, ¿por qué sigues aquí, aferrándote sin vergüenza? —Pilar es mucho más dulce que tú, con razón el señor Jesús cambió de sentimientos. —Dicen que perdiste a tu hijo... Tal vez fue castigo por tus pecados. Cecilia, rodeada por todos ellos, se convirtió en el blanco de insultos, empujones e incluso golpes. Apretó los labios con tanta fuerza que se le llenó la boca de sangre, pero aun así se negó a llorar. Su corazón ya estaba en ruinas. ¿Para qué servirían las lágrimas? Jesús observaba todo desde el sofá, con una indiferencia escalofriante. Miraba los ojos vacíos y obstinados de Cecilia, y una irritación creciente lo invadía. ¿Por qué no lloraba? ¿Con qué derecho no lloraba? Cuando su paciencia estaba a punto de quebrarse, su prima Leticia vio en el estante del salón un elegante portarretratos. Era la única fotografía familiar que quedaba de Cecilia con sus padres fallecidos. Leticia corrió hacia él, lo tomó y encendió un mechero. —¡Cecilia! Si no lloras, ¡lo quemo! La mirada antes vacía se quebró al instante. Alzó la cabeza de golpe, gritando con voz desgarrada: —¡No! ¡Leticia! ¡Esa es la única foto que tengo con mis padres! ¡Te lo ruego, no lo hagas! —¡Llora! ¡Si lloras, te la devuelvo! —Vociferó Leticia, mientras las llamas del encendedor lamían el borde del marco. —Te lo suplico... No lo hagas... Somos familia, no seas tan cruel... —Cecilia sollozaba, con los ojos llenos de lágrimas que se negaban a caer. Jesús la miró. La vio tan frágil, rogando de rodillas por aquella foto, y sintió que algo en su pecho se retorcía dolorosamente. Recordaba bien esa fotografía: Cecilia la había guardado siempre como un tesoro. —Quémala. —Oyó su propia voz, helada, con una crueldad que ni él mismo reconoció. Leticia, obedeciendo la orden, arrojó el portarretratos encendido al suelo sin vacilar. —¡Nooooo! El grito de Cecilia fue desgarrador. Se lanzó al suelo, golpeando las llamas con las manos desnudas, intentando salvar la imagen que se deshacía ante sus ojos. Pero ya era demasiado tarde. La fotografía se curvó, ennegreció y desapareció entre las llamas. Las caras sonrientes de sus padres se desvanecieron poco a poco, hasta convertirse en un pequeño montón de ceniza. Cecilia extendió la mano y solo alcanzó a recoger un puñado de cenizas ardientes que le quemaron la piel. Y entonces, las lágrimas que había contenido durante tanto tiempo brotaron como una tormenta incontenible. Lloró. Lloró con el alma desgarrada, con un dolor tan profundo que parecía que se le escapaba la vida en cada sollozo. Jesús la observó, acurrucada en el suelo, temblando y rota. Pero no sintió alivio. Al contrario, algo le oprimió el pecho con una pesadez insoportable. Miró las manos de Cecilia, enrojecidas y llenas de ampollas por apagar el fuego con sus propias palmas. Dio un paso hacia ella, pero sus pies parecieron clavados en el suelo. Finalmente, bajo el peso del dolor y la fiebre, Cecilia se desplomó inconsciente.

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