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Capítulo 3

—¡Cállate! Héctor dio dos pasos y su voz tronó. Isabela aprovechó para lanzarle una patada a Julieta. Julieta se tambaleó, pero logró sostenerse del marco de la puerta. El vientre le dolía intensamente, y el pecho, con la marca del zapato, ardía. Miró esa huella, atónita. Era una marca de humillación, el sello final de su matrimonio. Héctor, por primera vez en años, perdió el control de sus emociones. Lástima que lo hiciera por una mujer que vendía su cuerpo en un salón de masajes. Julieta lo había investigado, Isabela no tenía estatus, pero aun así lograba alterarlo, preocuparlo, hacerlo perder el control. Ahora, incluso se atrevía a abusar de ella con aires de superioridad. Alzó la vista lentamente. El sudor le nublaba los ojos, y el rostro de Héctor, borroso, ya no se parecía al hombre que un día la hizo latir. Quizá ambos habían cambiado hasta volverse irreconocibles. —Arréglate antes de irte. Me casé con una mujer, no con una loca. —Dijo Héctor con frialdad. Julieta ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa torcida: —¿Por qué sigues vivo? De un salto se lanzó hacia él y hundió el cúter que tenía en la mano en su pecho. Era la segunda vez que lo apuñalaba. Héctor tardó en reaccionar. Cuando sus padres por fin la apartaron de él, Héctor seguía mirándola con la voz temblorosa: —¿De verdad quieres que muera? Los ojos de Julieta, inyectados en sangre, iban a soltar palabras que se ahogaron con el grito de Catalina. —¡Está perdiendo mucha sangre! Todos miraron en la dirección que ella señalaba. En la falda de Julieta se extendía una gran mancha roja, más oscura en la entrepierna. —¡Julieta! Héctor, olvidando su herida, se incorporó de un salto y la abrazó, con un pánico que jamás le habían escuchado. —¿Qué te pasa? ¡Preparen el carro, rápido! Julieta, con la mirada ya desenfocada, se aferró al pasamanos del pasillo. Con un hilo de voz alcanzó a decir: —Guardaespaldas, llévenme al hospital... —Yo te llevo. Vas a estar bien, vas a estar bien... Héctor, desesperado, intentó apartarle la mano del pasamanos, pero no pudo. Entonces Julieta lanzó un grito desgarrador: —¡No te creo! Nunca te importé. ¡Guardaespaldas, ayúdenme! Solo cuando pudo tomar la mano de uno de ellos, se permitió desvanecerse. Héctor la cargó hasta el carro, con manos temblorosas y el rostro pegado al suyo. Durante años se había acostumbrado a su carácter combativo, siempre lista para la pelea. Nunca la había visto tan frágil. Julieta, empapada en sudor y sangre, ya no era la mujer firme de antes, sino una astilla frágil al borde de romperse. Héctor le rozó la piel helada y murmuró una y otra vez: —No pasa nada, no pasa nada... No sabía si se lo decía a ella o a sí mismo. Cuando Julieta abrió los ojos, ya era de noche. —Señorita Julieta, ¿cómo se siente? ¿Llamo al médico? —Preguntó el guardaespaldas. En la habitación solo estaban ella y otro escolta. —¿Dónde está Héctor? —Su voz era apenas un suspiro. —Isabela fue ingresada. Héctor fue a su habitación hace una hora. Ella continuó: —Su padre llamó. Le dije que usted estaba con unas amigas. —Hiciste bien. Tomó el teléfono, buscó en su galería un par de videos de una noche de copas y envió uno a su padre para tranquilizarlo. Al salir de la aplicación, vio un aviso de nuevo contacto. Al aceptar, de inmediato comenzaron a llegar imágenes, eran de Isabela. [El día que perdí a mi bebé, Héctor se quedó a mi lado hasta quedarse dormido sobre la cama.] [Esa noche, cuando lo llamé diciendo que me sentía mal, vino enseguida a consolarme, aún con la bata de hospital puesta.] [Hace un rato, cuando dije que me dolía el vientre, me dio atolito y me peló fruta. ¿Sabes qué bien maneja el cuchillo tu esposo?] Julieta miró la foto de una cáscara de fruta, larga y uniforme, prueba de un corte impecable. No, no lo sabía. [Despréciame si quieres; con que Héctor no lo haga, me basta. Diste tanta sangre que casi mueres, por eso le dejaré verte un momento.] Un minuto después, Héctor entró en la habitación. La miró con una expresión en la que se adivinaba una emoción que ella no supo descifrar. Justo entonces entró el médico. Héctor fue directo: —¿Por qué perdió tanta sangre? El doctor lo miró, sorprendido. Y estaba a punto de responder: —Después de su aborto, no hizo una buena cuarentena.

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