Capítulo 1 Incumplimiento
Cuando Julia llevó el proyecto a la oficina de Diego, lo sorprendió colocando un collar de rubíes en el cuello a Andrea.
Julia se quedó mirando atónita aquel collar de rubíes: era el mismo que, tras ver en el catálogo de la subasta, le había rogado a Diego que comprara.
En tres años de matrimonio, Julia nunca le había pedido nada a Diego.
Pedirle que adquiriera ese collar había sido la primera petición que Julia le hacía, y únicamente porque aquel collar era una reliquia de su madre.
—Un simple collar y ya lo miras tan embelesada. Yo lo digo, los huérfanos tienen la visión corta —comentó con desprecio el amigo de Diego, Yago Rodríguez.
Julia ignoró la burla de Yago, dio un paso rápido hacia adelante y extendió la mano hacia el cuello de Andrea.
De inmediato, Diego le sujetó la muñeca. —Ese collar ya se lo regalé a Andrea.
—¡Pero tú me prometiste dármelo a mí! —dijo Julia, y en su delicada cara apareció una rara expresión de ira.
Diego arrugó la frente, con clara molestia en la mirada. —No hagas un escándalo, es un regalo para celebrar que Andrea fue ascendida a copiloto.
¿Un escándalo? Julia solo sintió una profunda decepción. —¿Y si digo que lo quiero de todas formas?
A un lado, Yago se burló: —Diego, yo siempre lo digo, Julia no está a tu altura. Es una mujer ambiciosa y sin talento. Mejor te divorcias cuanto antes. Solo una mujer como Andrea es digna de ti.
El matrimonio entre Diego y Julia era algo que solo muy pocos conocían, pero muchos sabían que Andrea había sido el primer amor de Diego.
—No digas tonterías, no tengo el menor interés en ser la otra —replicó Andrea con desdén. Acto seguido se quitó el collar y lo arrojó sin cuidado a los pies de Julia.
Un collar valorado en cientos de miles de dólares, tirado al suelo como si fuera basura.
Los ojos de Julia se enrojecieron: ese era el collar que su madre había atesorado con tanto cariño.
Se agachó lentamente y, con la mano, fue recogiendo poco a poco el collar en su palma.
Las frías aristas de las gemas le lastimaban la mano.
Andrea, desde arriba y con desprecio, dijo: —Lo que una mujer debería valorar de verdad es el conocimiento y la visión. En vez de pelear conmigo por un collar, deberías cultivarte mejor.
—Ella no tiene ni conocimiento ni visión; apenas estudió en una universidad cualquiera. Si no fuera por la buena voluntad de Diego, que la mantiene entretenida, seguro estaría barriendo calles —se burló Yago.
Y el esposo de Julia, en ese momento, no la defendió.
Ella se puso de pie, ignoró a Yago y miró directamente a Andrea. —Tú dices que no quieres ser la otra, ¿entonces por qué aceptas con tanta tranquilidad un collar de cientos de miles de dólares de un hombre casado?
Andrea bufó. —Yo lo tomé solo como un regalo casual de un amigo, sin fijarme en su valor.
—Ah, ¿sí? Entonces resulta que entre amigos se regalan collares de cientos de miles de dólares. Yago también es tu amigo, ¿te ha regalado algo así alguna vez? —ironizó Julia.
Andrea se quedó sin palabras, y hasta la expresión de Yago se tensó.
—Ya basta —dijo Diego con fastidio—. Es solo un collar, no exageres.
Julia apretó con fuerza el collar en su mano. Diego lo había dicho tan fríamente: solo un collar.
Pero su madre había usado ese collar, en medio de la guerra en un país extranjero, para cambiarlo por medicinas y comida, salvando la vida de cincuenta huérfanos.
Para Julia, ese collar no era solo un adorno, sino también la fe de su madre.
Respiró hondo y recordó la llamada que había recibido antes de entrar en la oficina: le avisaban que las cenizas de sus padres ya habían subido al avión y que al día siguiente llegarían a Ríoalegre.
Julia alzó la mirada y le dijo a Diego: —Bien, no hablemos más del collar. Mañana traen las cenizas de mis padres desde el extranjero. Quiero que me acompañes a recibirlas.
En vida, lo que más preocupaba a sus padres era el matrimonio de Julia; siempre habían deseado que formara una familia.
Ella esperaba que Diego la acompañara, para darle tanto a ella como a sus padres un poco de dignidad.
Él se sorprendió un poco; cuando se casaron, Julia le había contado que sus padres habían muerto en el extranjero por un accidente.
Los ojos de Andrea brillaron un instante, mientras Yago, con desprecio, dijo: —Julia, no tienes vergüenza. ¿Cómo se te ocurre inventar semejante excusa solo para hacer que Diego te acompañe?
Julia ignoró a Yago, solo miró a Diego.
En la hermosa cara de Diego pasó un leve titubeo, pero finalmente respondió: —Está bien, mañana te acompaño.
Julia no dijo más y se dio la vuelta para salir de la oficina.
Al salir de la habitación, aún alcanzó a escuchar la voz de Yago. —¿De verdad mañana vas a acompañar a esa mujer?
—No importa lo que digas, Julia es mi esposa —dijo Diego con voz grave—. Debo acompañarla a recibir las cenizas de sus padres.
—Esa mujer está mintiendo. Nadie enviaría desde tan lejos las cenizas de los padres de una huérfana.
Esa palabra, "huérfana", repetida una y otra vez, le dolía en el corazón a Julia.
Bajó la cabeza, miró el collar en su mano y murmuró: —Papá, mamá, mañana voy a recibirlos a ustedes.
...
Al día siguiente, cuando llegó la hora acordada, Diego seguía sin aparecer.
En el corazón de Julia se encendió una vaga inquietud.
Marcó el número de Diego y lo único que escuchó fue su voz impaciente. —La madre de Andrea se torció el tobillo, estoy con ella acompañándola al hospital.
—Diego, ven rápido, ayúdame a sostener a mi mamá. —Se escuchó la voz de Andrea desde el teléfono.
—Está bien —respondió Diego, con una ternura inmensa en la voz.
Antes de que Julia pudiera decir algo más, Diego colgó.
Julia se sintió profundamente decepcionada; su garganta parecía obstruida, quería gritar, quería reprochar, pero al final no pudo pronunciar palabra alguna.
¡Qué irónico! Su esposo era capaz de acompañar a la madre de su primer amor al hospital por un simple esguince, pero no estaba dispuesto a acompañar a su esposa a recibir las cenizas de sus padres.
Respiró hondo y con determinación se levantó, salió de la mansión y condujo hasta la entrada del cuartel militar.
El cuartel, solemne y majestuoso, tenía guardias apostados en la puerta, vestidos de uniforme y con fusiles en las manos.
Julia bajó del auto, enderezó la espalda y caminó con paso firme.
Aunque llevaba tres años retirada, su porte seguía siendo el de una soldado.
Avanzó paso a paso hasta quedar frente al cuartel, se detuvo y levantó la mano derecha para ejecutar un saludo militar impecable.
Aunque estuviera sola, ¡debía llevar a casa las cenizas de sus padres!
Julia abrió la boca y gritó con voz fuerte y clara: —¡Exsoldado de la antigua Unidad Cóndor Negro, Julia, vengo a recibir las cenizas del exoficial del Comando Tormenta, Silvio Jiménez, y de la doctora militar, Yolanda García!
Su grito resonó nítido, firme como el acero, atravesando el aire.
Las puertas del cuartel comenzaron a abrirse lentamente...