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Capítulo 4

Josefina reprimió el impulso de gritarle con todas sus fuerzas y se dio la vuelta para entrar a la casa. Durante esos tres días, Federico había estado muy ocupado y ella también. Las fotos de Federico y Andrea entrando y saliendo juntos de un departamento no dejaban de llegar a su celular. En vísperas de su boda, él convivía con otra mujer sin el menor remordimiento, como si se tratara de su última celebración antes de ingresar al sepulcro del matrimonio. Federico la siguió hacia el interior, sacó el botiquín del armario, encontró yodo e hisopos, y se acercó a ella. Sin decir palabra, serio, le tomó la mano con firmeza y comenzó a curarle la herida. —Tú amas estas manos más que nada. No te hagas daño solo porque estás enojada conmigo. Ella sonrió. —¿No eres tú quien me lastimó? Josefina no insistió en el tema. Tomó un documento que tenía al lado y lo extendió frente a sus ojos. —Revisa las cláusulas. Si no hay problema, firma. Federico tomó el documento y, al leer su contenido, arrugó la frente. —¿Un acuerdo de separación de bienes? Ella lo miró con indiferencia. Federico dejó el documento a un lado y se rio. —Estamos a punto de casarnos, ¿qué sentido tiene firmar esto? Pensó que lo que ella había dicho ese día había sido solo producto del enojo. Él creía que, después de siete años juntos, ella nunca lo dejaría. Josefina alzó la mirada hacia él, sin expresar nada y siguió su línea de pensamiento. —Porque vamos a casarnos es que debemos firmar este tipo de acuerdos. Al fin y al cabo, los bienes previos al matrimonio son propiedad personal. Ella lo sabía bien: solo si se marchaba de verdad, Federico entendería que lo que dijo ese día no fue un simple arrebato. Los ojos fríos del hombre se clavaron en ella. En sus labios apareció una ligera sonrisa irónica, pero sin mostrar la menor duda, aceptó con resolución. —De acuerdo. Josefina, con naturalidad, le pasó la pluma. Federico la miró, contuvo su disgusto, el documento y se lo devolvió. —¿Ahora sí ya se te pasó el enojo? Extendió la mano para abrazarla. Josefina guardó el documento, esquivando su gesto cariñoso. —Llevaré el acuerdo a la notaría para que lo autentiquen. Te contactaré cuando sea el momento y te agradecería que colabores. La cara de él se oscureció de inmediato. —¿Ni siquiera me tienes esa confianza? Ella no respondió, solo colocó el documento dentro de un sobre sellado, como si se tratara de algo muy valioso. Sus acciones ya lo decían todo. Federico la miró con frialdad, como si la observara desde lo alto. Su expresión estaba impregnada de un leve desdén en los labios. —Josefina, ¿no crees que te has vuelto demasiado materialista? Ella alzó la mirada y se encontró con esos profundos ojos. No le importaron en lo absoluto los calificativos que él le arrojaba. Entonces, respondió, con calma: —Hoy en día ya no basta con creer en el amor. El poder y el dinero son los verdaderos suplementos de la vida. El amor de un hombre era demasiado incierto, solo lo material y el dinero no engañaban. La expresión de Federico se tornó sombría. Josefina tomó el sobre con los documentos y subió las escaleras. Al pasar junto a él, se detuvo un instante. —No preparé tu cena. Arréglatelas como puedas. Dicho eso, subió sin mirar atrás. Federico quedó con la cara tan sombría que daba miedo y, al marcharse, azotó la puerta con violencia. A ella no le afectó en lo más mínimo. Después de guardar los documentos en la caja fuerte, se fue a ver a su abuela. Quería hablar con ella sobre el viaje a Río Alegre. Después del divorcio de su madre, esta había fallecido de cáncer al poco tiempo. En ese entonces, Josefina aún cursaba el bachillerato y dependía de su abuela. Desde el exterior del antiguo patio, se filtraban los contornos del atardecer. La anciana estaba en una mecedora de madera, contemplando la belleza del cielo encendido por los últimos rayos del sol. —¿Ya llegaste, Josefina? ¿Y Federico? En el pasado, él siempre la acompañaba a visitar a su abuela. Prácticamente cada semana, sin falta. Josefina no quería preocuparla, así que bajó la mirada y respondió con fingida serenidad. —Está ocupado. La abuela guardó silencio unos segundos. Luego, comenzó a hablar con su tono habitual, lleno de dulzura y frases largas, hasta que, al final, insistió en ver a Federico. Tenía algo importante que decirle. Ella no pudo convencerla de lo contrario y se vio obligada a llamarlo. Él no contestó y ella tampoco insistió. Después de recomponerse, se volvió hacia la anciana con una sonrisa. —Abuela, él... La mujer que momentos antes conversaba con ella, permanecía en silencio, los ojos cerrados bajo los últimos reflejos del crepúsculo. Su mano colgaba con suavidad al costado de la mecedora y su expresión serena daba la impresión de estar dormida. A Josefina se le encogió el corazón sin motivo aparente y, en su mente, se apareció la escena de cuando su madre falleció. —Abuela... —Su voz tembló mientras extendía la mano para tomar la de ella. La palma aún estaba tibia, pero no hubo ninguna respuesta. Cuando llegaron los servicios de emergencia, le informaron que se trataba de muerte natural. La persona que un segundo antes aún hablaba con ella, había fallecido al siguiente. Josefina, de manera instintiva, llamó a Federico. Pero, cuando la llamada se conectó, la voz que escuchó fue la de Andrea. —¿Josefina? ¿Qué pasa? El Señor Federico y yo estamos camino a la ciudad vecina... Apenas escuchó esa voz, colgó de inmediato, pálida. Luego marcó el número de su hermana, que vivía lejos, en Río Alegre. Cuando respondió, ella contuvo la emoción con dificultad y dijo. —Hermana, la abuela falleció. Leticia respondió: —Voy para allá. Después de colgar, Josefina se cubrió la cara con ambas manos y se agachó frente al cuerpo de su abuela, hundiendo el rostro sobre ese cuerpo que comenzaba a endurecerse. Jamás en su vida se había sentido tan arrepentida. Había dejado de lado a su familia, a quienes realmente la amaban, todo por un hombre como Federico.

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