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Capítulo 3

Quizá mi resistencia no parecía una actuación, porque en los ojos de Salvatore pasó por un instante un brillo de desconcierto. Pero enseguida lo sustituyó la impaciencia. —Bianca, no me vengas con caprichos. No me gustaba que siempre me hablará con ese tono, y hasta su cara, que había sido mi amor secreto durante tantos años, empezó a perder atractivo para mí. —Soy tu esposa, ¿verdad? Que me haya intentado suicidar y esté hospitalizada, y que no hayas tenido ni una palabra de preocupación, ya es bastante. Pero que ahora vengas a acusarme de forma tan agresiva... Salvatore, ¿con qué derecho me humillas así? Mi enfado pareció encender también su mecha. Me agarró la muñeca con fuerza y, con voz gélida, dijo: —Porque todo esto te lo has buscado tú. Su fuerza era excesiva, y justo me apretó en la herida que me había hecho al cortarme las venas. No pude evitar el dolor, pero lo soporté sin soltar un quejido. Las lágrimas me ardían en los ojos; vi en la mirada de Salvatore mi propio reflejo, a punto de llorar, en un estado lamentable. De pronto, él soltó mi mano, me giró de espaldas y me abrazó por detrás, con un tono helado, me dijo: —Esta vez lo dejaré pasar, pero no vuelvas a fingir un suicidio para amenazarme. Intenté zafarme, pero él me apretó con más fuerza, dejando claro que no quería que le replicara. Su fuerza era muy superior a la mía; después de forcejear un par de veces sin resultado, no me quedó otra que rendirme. A la mañana siguiente, cuando desperté, Salvatore ya no estaba a mi lado. Me puse cualquier prenda y bajé; lo vi sentado a la mesa desayunando. Javier que estaba junto a él, me saludó: —Buenos días, señorita Bianca. Yo me quedé quieta en el mismo sitio; Salvatore, sin levantar la vista, dijo: —Ven a desayunar. Aunque solo era el desayuno, la abundancia me dejó sorprendida. No pude evitar pensar: "Vaya, no cabe duda de que en las familias ricas hasta un desayuno es todo un despliegue". Me senté frente a Salvatore y vi cómo Javier me servía un plato de postre. Al percibir el olor a mango, arrugue la frente. —¿Por qué hay mango? Javier dijo: —Esto lo ha enviado especialmente la señorita Valeria; también es su favorito y lo han traído en avión desde Europa... Se me fue el apetito al instante. —No quiero. El sonido del choque entre el cuchillo y el tenedor de plata contra la porcelana resonó con nitidez; Salvatore alzó la vista y, con frialdad, dijo: —Bianca, no exageres. Yo, llena de rabia, repliqué: —¿Ahora resulta que no comer mango también te molesta? —¿Es porque lo ha enviado Valeria que no quieres comerlo? Salvatore, con una expresión helada, dijo: —Bianca, ¿cuándo vas a controlar tus celos? ¿Yo? ¿Yo celosa de Valeria? No sabía cómo era la Bianca de veinticinco años frente a Salvatore; supongo que era una mujer humillada y mezquina. Pero, al fin y al cabo, seguíamos siendo marido y mujer. ¿Acaso ni siquiera sabía que soy alérgica al mango? Estaba a punto de abrir la boca cuando Javier anunció de pronto: —Señor Salvatore, la señorita Vale ha llegado. Una voz suave se escuchó. —Salvatore, ¿los estoy interrumpiendo? Desde la entrada, una silueta esbelta se acercó. Tanto Javier como las criadas la recibieron con gran familiaridad; se notaba que era una visitante habitual. Con una sola mirada supe que esa mujer era Valeria. Noté la forma en que Javier la llamaba: yo, siendo la legítima señora Suárez, recibía de él el trato de señorita Bianca, mientras que a ella la nombraba como señorita Vale. La diferencia en la cercanía se percibía de inmediato. No era de extrañar que mi yo de veinticinco años la tuviera tan atravesada: siendo la esposa reconocida de Salvatore, jamás llegué a igualar la preferencia descarada que él sentía por otra mujer, escudándose en que era su amiga de la infancia. Cualquiera perdería la calma. Valeria me miró con aire preocupado. —Señorita Bianca, me enteré de que se cortó las venas... ¿está mejor ahora? Solté un resoplido por la nariz, sin esforzarme en mostrar cortesía alguna.

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