Capítulo 4
Lorena despertó entre brumas, con el cuerpo adolorido de pies a cabeza.
Un par de sirvientes la cargaban y, sin piedad, la arrojaron en plena calle.
Las patadas llovieron sobre ella, arrancándole gemidos de dolor.
—¿No estaremos yendo demasiado lejos? Al fin y al cabo, ella es la esposa de Ricardo. ¿Y si se nos viene encima?
—¿De qué tienes miedo? Julieta es la verdadera esposa en el corazón de Ricardo. Hacemos lo que ella ordena, ¿o crees que él nos reprochará algo? Para Ricardo, Lorena ya no existe.
—¿No viste? Con la tormenta que cae, él ni se asomó a verla, y en cambio se quedó acompañando a Julieta. Para él, ella no vale ni lo que una uña de Julieta.
Las voces le llegaron claras, cada palabra hundiéndola más en la oscuridad.
Lorena se encogió sobre sí misma, temblando sin control. No sabía si era por el frío o por la rabia.
Las lágrimas se mezclaban con la lluvia en su rostro. Su frente ardía, la fiebre se elevaba, pero el frío se le incrustaba en los huesos. El vértigo la envolvió; por un momento quiso rendirse, pero pensó en los recuerdos de su madre. Tenía que volver.
Sacó el teléfono con las manos temblorosas y llamó a Ricardo.
Su voz apareció en la última fracción de la llamada:
—¿Qué inventas ahora? ¿No puedes aprender de Julieta y dejarme en paz? Apenas conseguí calmarla y ya vienes a buscar problemas.
Lorena, sin fuerzas ni para incorporarse, apenas pudo suplicar:
—Ábreme la puerta, me dejaron afuera.
Pero Ricardo no creyó una sola palabra.
—Eres una decepción, Lorena. ¿Hasta cuándo seguirás fingiendo? Incluso herida, Julieta jamás hace escenas como tú. Además, eres mi esposa, ¿quién se atrevería a echarte de la casa?
La voz de Mateo sonó desde el auricular, cruel y clara:
—Papá, no le hagas caso. Déjala que se quede en la lluvia y piense bien sus errores. Vamos a jugar con Julieta.
El teléfono se cortó. Lorena sintió que la última tabla de salvación se rompía. Se desplomó, incapaz de moverse más.
Recordó otra lluvia, en la que había enfermado con fiebre durante cinco días.
Ricardo solía velar por ella, jurando que siempre sostendría el paraguas para que nunca más se mojara.
Hoy, en cambio, colgaba su llamada para correr a los brazos de Julieta.
El corazón humano, pensó, cambia en un abrir y cerrar de ojos.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que sintió que alguien la arrastraba hacia el interior.
Cuando volvió a abrir los ojos, el rostro del doctor Federico apareció ante ella.
—Lorena, tienes múltiples heridas, te empapaste con la lluvia, ya hay signos de infección y riesgo de neumonía. Debes cuidarte mucho más.
Quiso agradecer, pero la puerta se abrió de golpe.
Ricardo entró con Julieta y Mateo detrás, preguntó Ricardo sin rodeos:
—Federico, ¿qué tan grave está?
Federico la miró un instante, y de inmediato su semblante cambió al posar los ojos en Julieta.
También su manera de hablar se volvió distinta.
—No es nada serio, apenas un resfriado. Unas pastillas y estará bien.
—¿Lo ves, papá? ¡Sabía que estaba fingiendo! Qué asco, la odio. Julieta nunca haría algo así. —Saltó Mateo.
La mirada de Ricardo se volvió gélida al instante:
—Lorena, mi paciencia tiene un límite. Si tanto te gusta fingir estar enferma, entonces sal de inmediato y arrodíllate para pedirle perdón a Julieta.
Lorena, con la voz temblorosa, intentó explicarse:
—No es así, fue Federico quien mintió. Yo de verdad fui arrojada a la calle...
Pero Ricardo la interrumpió sin escuchar más:
—¡Basta! ¿No puedes aprender de la bondad y generosidad de Julieta? Hoy hablé con los sirvientes, y todos dijeron que fuiste tú misma quien salió corriendo, maldiciendo a Julieta. ¿No crees que eso es pasarse de la raya?
Julieta, viendo la tensión, se adelantó con dulzura y tomó la palabra:
—No te enojes, Ricardo. Estoy segura de que Lorena no lo hizo con mala intención. Pasa mucho tiempo sola, es normal que piense demasiado. Mejor dale algo de trabajo para mantenerse ocupada.
Al oírla, la furia de Ricardo se disipó poco a poco y asintió con convicción.
—Tienes razón, Julieta. El problema es que la he consentido demasiado. Si arrodillarse no sirve de nada, entonces que trabaje.
Antes de que Lorena pudiera responder, Ricardo ordenó a todo el personal de servicio tomar una semana de descanso.
Luego la tomó del brazo y la arrancó de la cama con brusquedad:
—Es por tu bien. El vestido que Julieta usó ayer aún no se ha lavado. Lávalo tú misma y considéralo una disculpa sincera hacia ella.
Julieta, con fingida fragilidad, protestó:
—No está bien. Aunque se haya equivocado, sigue siendo tu esposa. No la pongas a hacer labores de servidumbre. Yo puedo lavar mi ropa.
Dicho esto, fingió disponerse a marcharse, pero Ricardo la detuvo apresurado:
—Eres demasiado buena, Julieta. En cambio, Lorena no hace más que causarme problemas. Quédate tranquila, haré que se disculpe contigo. Aunque sea mi esposa, si se equivoca, debe asumirlo. Ella es ama de casa, es natural que aprenda a cumplir con estas tareas.
Mateo, entusiasmado, también intervino:
—Julieta, tus manos son para escribir y pintar, no para lavar ropa. Para eso está mi mamá, que lo haga ella.
Lorena miraba aquella escena y recordó cuando recién había empezado con Ricardo.
En ese entonces, recién convertida en su novia, se esforzaba en agradarle, incluso lavándole la ropa a mano.
Cuando él lo descubrió, tomó sus manos con ternura, les sopló suavemente y le dijo que había nacido para disfrutar, no para trabajar.
Le juró que en esta vida jamás permitiría que Lorena hiciera el más mínimo trabajo duro.
Y ahora, sin embargo, la obligaba a lavar la ropa de Julieta.
Las promesas habían quedado tan atrás que hasta quien las hizo ya las había olvidado.
Lorena observaba la armonía entre los tres, y en su interior no quedaba más que un frío vacío.
Aún no podía enfrentarlo. Las pertenencias de su madre seguían con Ricardo. Debía resistir, recuperarlas y luego marcharse para siempre.
Con ese pensamiento en mente, no tuvo más remedio que tomar el vestido de Julieta y dirigirse al baño para lavarlo.